Documento sobre la sinodalidad de la Iglesia que peregrina en España
I. INTRODUCCIÓN: RELECTURA DE LA EXPERIENCIA SINODAL
Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión. Este era el llamamiento del papa Francisco a toda la Iglesia universal, que hemos atendido fielmente desde la Iglesia que peregrina en España. Desde la apertura de la Asamblea sinodal en Roma, el 10 de octubre de 2021, hasta la clausura de la fase sinodal en España, el 11 de junio de 2022, todas las diócesis españolas, las congregaciones religiosas, los institutos seculares, la vida contemplativa, los movimientos apostólicos y muchas otras instituciones se han involucrado en el llamamiento del papa para impulsar un proceso de escucha y discernimiento que contribuya a promover el camino de la sinodalidad, que es –dice el papa Francisco– «el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio» . En este camino compartido han participado en España 14.000 grupos sinodales que han implicado a más de 215.000 personas, en su mayor parte laicos, también consagrados, religiosos, sacerdotes y obispos. Se han involucrado las 70 diócesis, con 13.500 grupos parroquiales, numerosas congregaciones religiosas y 11 CONFER regionales, 215 monasterios de clausura, 20 Cáritas diocesanas, 37 movimientos y asociaciones laicales, 21 institutos seculares.
El Equipo sinodal designado por la Conferencia Episcopal Española recibió todas las aportaciones y, tras un ejercicio de discernimiento, ofrece la siguiente síntesis, que será remitida, junto con todas las aportaciones recibidas, a la Secretaría General para el Sínodo de la Santa Sede.
El recorrido sinodal no ha sido totalmente nuevo. La experiencia en España ha tenido como referente inmediato el Congreso de Laicos, celebrado en el mes de febrero de 2020. Aquella experiencia, que identificó en sus conclusiones cuatro itinerarios para avanzar hacia una Iglesia en salida –primer anuncio, acompañamiento, procesos formativos y presencia en la vida pública– y dos claves transversales –sinodalidad y discernimiento–, se ha visto ahora reforzada con la participación en esta escucha y discernimiento de la vida consagrada en sus diversas formas, la aportación sacerdotal y la implicación de numerosas instituciones de la Iglesia.
En algunas diócesis el camino sinodal ha convivido con otros procesos de sínodo diocesano que se estaban realizando o que habían concluido recientemente. Esto ha supuesto en algunos casos una escasa incidencia del proceso sinodal, que se ha encontrado con el cansancio del Pueblo de Dios. En otros casos, sin embargo, la integración con las asambleas diocesanas que estaban teniendo lugar ha permitido un trabajo integrado y una reflexión más fecunda.
El proceso sinodal ha ido creciendo con el paso del tiempo. Con el transcurso de las semanas se han ido incorporando nuevos grupos gracias al entusiasmo mostrado por sus dinamizadores –sobre todo los laicos, más motivados inicialmente que los sacerdotes–. Se invitó a grupos ajenos a la Iglesia y se dieron experiencias de escucha muy valiosas. Miembros de partidos políticos y de iniciativas culturales y sociales fueron escuchados y se recogió también la voz de personas que enviaron su aportación vía online. La pandemia ha resultado una circunstancia ambivalente. Por un lado, limitó la convocatoria de los grupos, el trabajo y sus reuniones, pero, al mismo tiempo, revitalizó el tejido comunitario para atender a las nuevas situaciones que se producían y el Sínodo empujó a vencer los miedos y retomar el trabajo eclesial, suponiendo en muchos casos una expresión de vuelta a la normalidad después de un tiempo de alejamiento.
Finalmente, los grupos han querido dejar patente su profundo agradecimiento por este tiempo vivido: un momento de gracia, construido desde la escucha mutua, activa y respetuosa, la apertura para hablar con franqueza, compartiendo experiencias gratificantes y con intercambios constructivos.
La participación ha sido principalmente de personas ya implicadas en la vida de la Iglesia, mayoritariamente mujeres. Ha resultado escasa la respuesta de los jóvenes y las familias y también entre los alejados y las personas no creyentes, aunque los que han participado expresaron su sorpresa por el interés de la Iglesia en saber su opinión. Algunas experiencias han resultado especialmente significativas, como los procesos sinodales en 19 cárceles, en las residencias de ancianos y el trabajo realizado por algunos profesores de religión, padres y alumnado de esta asignatura, especialmente en los cursos superiores de la ESO y de Bachillerato. Merece la pena destacar la participación e integración en este proceso de los inmigrantes católicos.
En relación con el trabajo realizado, ha predominado la percepción de no estar solos, de formar parte del Pueblo de Dios, compuesto por una riqueza y pluralidad de comunidades, con sus distintas sensibilidades, opiniones y preocupaciones. Se ha vivido la alegría de compartir y revitalizar la fe, la vida y la pertenencia a la Iglesia y el gozo de ser tenido en cuenta. De hecho, lo más valorado ha sido el proceso mismo: el sentirse todos comunidad, la libertad para expresarse, la posibilidad de escucha, el compartir inquietudes, deseos, dificultades, dudas… El diálogo fraterno y la reflexión compartida han hecho experimentar ilusión y esperanza, y han sido una oportunidad para dinamizar la comunidad, que expresa su deseo de seguir caminando juntos.
Respecto al impacto que ha tenido el proceso sinodal, destaca la numerosa participación de fieles en los procesos de escucha y discernimiento. Hubo también dudas en torno a la utilidad de esta fase sinodal, por dos motivos: por un lado, porque, como consecuencia de experiencias negativas anteriores, se suscitó una cierta desconfianza sobre los frutos que podrían originarse en este trabajo sinodal; por otro lado, por la desconfianza en torno a que las aportaciones llegaran realmente a ser escuchadas, discernidas e incorporadas.
Entre las sorpresas no ha sido menor comprobar cómo, al avanzar en el camino, todo iba encontrando sentido y se fortalecía la vocación, el compromiso y la experiencia sinodal: al andar se ha hecho camino. Hemos experimentado la acción silenciosa pero real y constante del Espíritu Santo como gran animador de todo. La readaptación de etapas y de materiales según las necesidades de los grupos, la preparación de nuevos recursos para distintos colectivos eclesiales (por ejemplo, niños, adolescentes, ancianos, etc.) y para sectores más alejados o con dificultades, son también momentos especiales que hablan de un proceso vivo, dinámico y creativo. Además, con los materiales se ha querido dar respuesta a una dificultad encontrada: el desconocimiento de lo que es la sinodalidad y la complejidad de las cuestiones que se planteaban.
Destacamos algo que, en general, se ha subrayado en todas las aportaciones: que el trabajo se ha realizado en cada una de las sesiones tras la oración y la invocación al Espíritu. Esta oración comunitaria ha servido para tomar conciencia de que los cristianos iluminamos nuestra vida a través del discernimiento, en el que dejamos que el Espíritu de Jesús nos habite y nos conduzca.
Pero en la experiencia del discernimiento queda camino por recorrer. Ese ha sido uno de los déficits que se han experimentado durante la consulta. Somos conscientes de que nuestras síntesis son más un sumatorio de aportaciones, con el deseo de recoger todas las voces, que el fruto de un ejercicio de un discernimiento, tarea que, sin embargo, hemos de realizar una vez culminada la primera fase del proceso sinodal, pues así se nos pide desde la Secretaría General del Sínodo.
En cualquier caso, el sentir general que se desprende de los documentos recibidos es que el proceso sinodal ha supuesto un esfuerzo comunitario que fortalece el sentido eclesial y ha servido para iluminar tanto nuestra propia realidad, como comunidades parroquiales, grupos y movimientos. Ha abierto el apetito de crecer en sinodalidad y discernimiento.
La convocatoria del papa Francisco a participar en el Sínodo ha sido aceptada con ilusión y esperanza y se ha comprendido que el objetivo de esta fase diocesana no era responder a un cuestionario sino comenzar a incorporar la sinodalidad como parte fundamental del ser de la Iglesia y el “estilo sinodal” que se deriva de ella como el modo propio de hacer Iglesia. Adoptarlo y permear con él toda la realidad eclesial, en todos los ámbitos y en todos los aspectos, es un proceso de conversión lento, que llevará tiempo y del que sólo se está en los comienzos.
Alentados por el mismo Espíritu, este trabajo se realiza con el mismo afán de escuchar y discernir el querer de Dios para la Iglesia, aquí y ahora.
II. EL SÍNODO, TIEMPO HABITADO POR EL ESPÍRITU
Comunión, comunidad, escucha y diálogo, corresponsabilidad, formación, presencia pública, misión son palabras –todas ellas conectadas entre sí– que resuenan con fuerza en las síntesis recibidas. La comunión se vive en la comunidad, de cuya edificación y desarrollo todos somos corresponsables, bajo la acción del Espíritu Santo; una comunidad que escucha acoge, nos permite vivir, celebrar y crecer en la fe y nos anima a comprometernos en el mundo para transformar la realidad y anunciar a Jesucristo.
A) Iglesia en camino: la voz del Espíritu dentro de la Iglesia
Como punto de partida, destacan dos ideas fundamentales: de un lado, avanzar en el cumplimiento de la misión de la Iglesia requiere partir de una fuerte conversión personal, comunitaria y pastoral; de otro, no podemos ser Iglesia desde la lejanía, sino que resulta imprescindible la apertura, la escucha, ir allí donde están quienes nos necesitan, como una forma de entender nuestra misión.
Desde la perspectiva de la conversión, somos muy conscientes del papel de la oración, los sacramentos, la activa participación en las celebraciones y la formación sobre los contenidos de nuestra fe; en definitiva, de la necesidad de vivir una espiritualidad dinámica que nos conduzca a una renovación interior y a una transformación exterior, a madurar el sentido sobrenatural de la fe para no quedarnos en lo puramente ritual. Renovar el encuentro con Jesús, el Señor, es el punto de partida de cualquier proceso de cambio para dar respuesta a las urgencias que estamos detectando. No podemos ser creíbles en el exterior si no cuidamos el interior.
Nos preocupa la secularización de los bautizados, la pérdida de la identidad cristiana de los creyentes y, por derivación, de las estructuras de las que formamos parte –instituciones y centros de la Iglesia–. Efectivamente, la conversión no puede quedarse solo en lo personal: debe afectar a la organización de nuestra Iglesia para que todas las estructuras se vuelvan más misioneras.
Juega un papel muy importante, en relación con esta cuestión, la celebración de la fe. Observamos que la liturgia –a pesar de su importancia como instrumento privilegiado de santificación, de conversión y de evangelización, así como de edificación de la comunidad– se vive de una forma fría, pasiva, ritualista, monótona, distante. Ello es así en gran medida por las carencias formativas sobre sus contenidos, que lleva al desconocimiento de lo que es y significa, y por la falta de participación en su desarrollo, que conduce a la indiferencia. Todo ello tiene como consecuencia la desconexión entre las celebraciones litúrgicas y nuestra vida, por lo que resulta imprescindible potenciar la formación en liturgia y promover una participación viva y fructuosa, a través de la creación de equipos de animación litúrgica. Resuena también con fuerza la necesidad de reflexionar seriamente sobre la adaptación de los lenguajes, de los ornamentos y de parte de los ritos que están más alejados del momento presente, así como de repensar el papel de la homilía – en tanto que parte integrante de la liturgia– como elemento fundamental para entender la celebración y para la formación de los fieles laicos.
Adicionalmente, se considera que la preparación de la liturgia debe cuidarse especialmente en aquellas celebraciones a las que asisten personas que no participan activamente de la vida de la Iglesia. En definitiva, hemos de lograr que las celebraciones toquen el alma de los fieles.
Más en concreto, el Espíritu nos pide profundizar en la vida de oración, sin la cual no podemos vivificar a la Iglesia. Necesitamos sentirnos comunidad viva, coherente, que asume sus errores y carencias y camina hacia el futuro con la práctica de la oración y la ayuda de la gracia del Espíritu.
Desde la perspectiva de la vivencia y celebración de la fe, se valora mucho la parroquia como principal espacio para el ejercicio de la vida cristiana, como lugar de comunión, de cercanía, que ayuda a superar el individualismo, a conocerse, a quererse. También, más en particular, la pertenencia a un grupo de referencia. Somos Iglesia de muchos modos y, en ocasiones, muy diversos entre sí. Pero esa pluralidad ha de ser asumida en clave de complementariedad y hemos de ser capaces de lograr la unidad sin caer en la tentación de imponer la uniformidad. Percibimos, en cierto sentido, que hemos de recuperar el valor de la comunión eclesial sobre la vivencia de lo particular o grupal, que puede llegar a ser excluyente. Aunque apreciamos la riqueza de las distintas realidades eclesiales, tenemos la sensación de que no nos conocemos y andamos divididos.
Junto con ello, los cristianos no podemos vivir como si fuéramos una realidad social ajena a este mundo. Debemos caminar junto con la sociedad actual y ello implica esforzarnos por abrirnos a todos. Una resonancia especial posee la necesidad de mostrarnos como Iglesia que escucha y acompaña, también que anima y llega a la vida real de las personas. Ciertamente, la palabra escucha ha sido una de las más subrayadas por los grupos sinodales.
La escucha del Espíritu es experiencia originaria y permanente. Hemos de ser capaces de construir comunidades que la pongan en práctica, acogedoras, cercanas e inclusivas, que acompañen y sepan mostrar la ternura de Dios, particularmente a aquellas personas que son excluidas o rechazadas por la sociedad. Ello permitiría ir rompiendo prejuicios y clichés contra la Iglesia, favoreciendo el diálogo con la sociedad.
Desde esta perspectiva, coincidimos en la importancia del papel de los sacerdotes en el acompañamiento espiritual y les pedimos por ello una mayor cercanía a la comunidad. Al mismo tiempo, somos conscientes de que recae sobre el resto de los miembros del Pueblo de Dios la responsabilidad fundamental de colaborar activamente en la construcción de comunidades que acojan y acompañen. En definitiva, hemos de lograr pasar de eventos pastorales a procesos de vida cristiana, sobre todo porque, en ocasiones, percibimos el agotamiento y el cansancio por no ver con claridad hacia dónde vamos; de algún modo, tenemos la sensación generalizada de que hacemos muchas cosas que no llevan a ninguna parte.
En particular, se pone de manifiesto la necesidad de que la acogida esté más cuidada en el caso de las personas que necesitan de un mayor acompañamiento en sus circunstancias personales por razón de su situación familiar –se muestra con fuerza la preocupación por las personas divorciadas y vueltas a casar– o de su orientación sexual. Sentimos que, como Iglesia, lejos de quedarnos en colectivos identitarios que difuminan los rostros, hemos de mirar, acoger y acompañar a cada persona en su situación concreta.
El paso de la vivencia interior de la fe a la presencia pública transformadora de la sociedad tiene como puente la formación. A este respecto, sin embargo, reconocemos graves carencias, particularmente en los fieles laicos, pero también en los sacerdotes.
En cuanto a los sacerdotes, se pide una formación que profundice más en la vida apostólica, en la clave de la sinodalidad y en la corresponsabilidad, con reconocimiento del papel propio de los fieles laicos, de la autoridad entendida no como poder, sino como servicio. En concreto, se insiste mucho en que la formación de nuestros seminaristas esté iluminada con estas claves.
Respecto de los laicos, se puede detectar una clara paradoja en las aportaciones. Al tiempo que se ve imprescindible potenciar procesos formativos –integrales y de carácter permanente que conduzcan a un compromiso transformador de la realidad, con una fuerte presencia de la Doctrina Social de la Iglesia–, no se asumen como propios; no existe un compromiso firme con la formación en el caso de la inmensa mayoría de los fieles. Ello conduce a profesar una fe débil, llena de lagunas y carencias, e incapacita para dar testimonio público de ella, porque se percibe inseguridad, miedo, falta de preparación para el diálogo. A nivel más de detalle, los laicos piden a sus pastores valentía y mayor claridad en temas complejos que generan gran debate social.
Vemos claro que la formación nos tiene que llevar al compromiso y afectar a nuestra propia vida. Los documentos magisteriales son abundantes y los centros especializados de formación no faltan, pero se precisa comprender la necesidad de articular procesos formativos y de animar a comprometernos con ellos. En relación con esta cuestión, se valora muy positivamente la pertenencia a un equipo de vida como marco adecuado para la formación, entendida en sentido amplio y no como mera adquisición de saberes; un equipo que, no obstante, no esté encerrado en sí mismo, sino abierto a la comunidad, para no crear barreras ni hacer acepción de personas.
Dos de las cuestiones que más reflexiones ha suscitado son la complementariedad de las tres vocaciones, todas llamadas a la santidad –la vocación laical, la vocación a la vida consagrada y la vocación al sacerdocio– y, en relación con ella, la corresponsabilidad de los fieles laicos.
Somos muy conscientes del papel imprescindible de los sacerdotes en la vivencia y celebración de la fe, singularmente en la eucaristía y el perdón, así como en la animación y edificación de la comunidad. Por eso nos duele particularmente la falta de entusiasmo de una parte muy relevante de los sacerdotes de las distintas comunidades locales y nuestra falta de eficacia como comunidad a la hora de acompañarlos en la vivencia de su vocación.
Una concreción de ello es lo que podemos llamar clericalismo bilateral, es decir, un exceso de protagonismo de los sacerdotes y un defecto en la responsabilidad de los laicos. Vemos que tiene una doble causa: por un lado, los sacerdotes, por inercia, desempeñan funciones que no les son propias y no impulsan la corresponsabilidad laical; por otro lado, los laicos no asumen su papel en la edificación de la comunidad, por comodidad, por inseguridad, por miedo a equivocarse o por experiencias negativas anteriores. Se entiende generalmente que “lo de dentro es cosa de curas y lo de fuera cosa de laicos” y que, desde el punto de vista institucional, la Iglesia está más organizada sobre el sacramento del orden que sobre el sacramento del bautismo –ambos recíprocamente imprescindibles–.
Se señala con insistencia la necesidad de ampliar los espacios de participación, de animar a más personas a que se comprometan en ellos, de ayudar a los bautizados a descubrir que son Iglesia y que, como tales, todo lo que le afecta les concierne. En este sentido, el apostolado asociado se ve y valora como un medio eficaz para descubrir y vivir la corresponsabilidad en la vida y misión de la Iglesia.
Derivado de lo anterior, el autoritarismo en la Iglesia (autoridad entendida como poder y no como servicio), con sus correspondientes consecuencias –clericalismo, poca participación en la toma de decisiones, desapego de los fieles laicos– es una de las principales críticas que aparece en las aportaciones de los grupos sinodales. El papel de los laicos y de la vida consagrada en el momento presente es imprescindible e insustituible, y hemos de ser capaces de encontrar el modo y los espacios para que puedan desarrollarlo en toda su plenitud.
Valoramos mucho a nuestros hermanos consagrados, si bien somos conscientes de que no les tenemos tan presentes como deberíamos. Por ello, resulta importante cuidar las mutuas relaciones con los miembros de la vida consagrada, que vemos como un carisma de la Iglesia, que se vive en la Iglesia y el Espíritu lo da al servicio de la Iglesia y de toda la humanidad. En particular, valoramos muy positivamente que la vida contemplativa también ha vivido este proceso sinodal desde la oración, la lectio divina y el discernimiento comunitario tan propio de los monasterios.
B) Iglesia en salida: diálogo con el mundo
No somos Iglesia para nosotros mismos, sino para los demás. Desde esta perspectiva, se insiste claramente en la necesidad de abandonar la visión de una Iglesia de mantenimiento para avanzar hacia una auténtica Iglesia en salida, aunque suponga asumir algunos riesgos. Transformar la pastoral de conservación en una pastoral de conversión y de evangelización constituye una exigencia ineludible en la actualidad. En coherencia con ello, consideramos que la comunión ha de conducirnos a un estado permanente de misión: encontrarnos, escucharnos, dialogar, reflexionar, discernir juntos son acciones con efectos positivos en sí mismas, pero no se entienden si no es con el fin de impulsarnos a salir de nosotros y de nuestras comunidades de referencia para la realización de la misión que tenemos encomendada como Iglesia.
Se percibe, sin embargo, una clara fractura entre Iglesia y sociedad. Aquélla es vista como una institución reaccionaria y poco propositiva, alejada del mundo de hoy. En parte, consideramos que la responsabilidad es nuestra, porque no sabemos comunicar bien todo lo que somos y hacemos. Esta imagen de la Iglesia nos duele – porque la amamos– y, en cierto sentido, la sensación de que no llegamos a la sociedad y de que los prejuicios contra la Iglesia son insalvables nos conduce a un profundo desánimo que dificulta la presencia evangelizadora y transformadora de la realidad.
Creemos que la Iglesia, de la que nos sentimos miembros, debe acercarse a los hombres y mujeres de hoy, sin renunciar a su naturaleza ni a la fidelidad al Evangelio, estableciendo un diálogo con otros actores sociales, con el fin de mostrar su rostro misericordioso y contribuir a la realización del bien común. Somos Iglesia viva y alegre al servicio de la misión, pero hemos de manifestarlo a todos. Al mismo tiempo, esa presencia en la realidad puede ayudarnos a escuchar la voz de Dios en la vida social para atender mejor los desafíos que nos plantea. En definitiva, la Iglesia sigue estando llamada a hacerse presente en la Historia.
Sin embargo, falta espíritu evangelizador en nuestras comunidades, más centradas en sí mismas que en abrirse a todas las personas que habitan el territorio en el que se ubican. En particular, aunque los laicos son conscientes de estar llamados a hacerse presentes en la vida pública, cuesta atender esa tarea, en parte porque no sienten el apoyo y el acompañamiento de la comunidad. Se anhelan líderes cristianos en los diferentes ámbitos de la vida pública –política, economía, educación, cultura…– y se ve imprescindible impulsar procesos de formación de estos laicos cristianos que viven la caridad política, así como de acompañamiento en el desarrollo de sus tareas.
En cuanto a la Iglesia como institución social, vemos imprescindible su participación en la vida comunitaria, pero consideramos que hemos de ser capaces de impulsar una Iglesia que se preocupe más de abrir procesos movida por el Espíritu que de ocupar espacios. Más allá de la corresponsabilidad y de la participación en la misión de la Iglesia, se insiste particularmente en tres extremos relativos a su organización: la necesidad de una mayor profesionalización en los asuntos de gobierno (esto es, de contar con expertos para la toma de decisiones en los distintos sectores en los que estamos presentes); la conveniencia de extender la transparencia a otros ámbitos diferentes del meramente económico –respecto del cual se valora muy positivamente en términos generales–, para explicar cómo contribuimos al bien común; y la urgencia de una mayor presencia en los medios de comunicación generalistas, tanto en los tradicionales como en los nuevos espacios virtuales, unida a un mejor aprovechamiento de los medios propios. En particular, se valora mucho la acción de Cáritas como canalizadora de la acción caritativo-social de la Iglesia.
III. TEMAS QUE HAN TENIDO UNA FUERTE RESONANCIA EN EL PROCESO SINODAL
Las cuestiones anteriormente destacadas –referidas al interior de la Iglesia y a su papel en la sociedad– están omnipresentes en las aportaciones de los grupos sinodales. Junto con ellas, han resonado con fuerza algunos temas específicos que conviene destacar y sobre los que resulta necesario un mayor ejercicio de discernimiento. Son los siguientes:
– En primer lugar, sin duda alguna, la referencia al papel de la mujer en la Iglesia como inquietud, necesidad y oportunidad. Se aprecia su importancia en la construcción y mantenimiento de nuestras comunidades y se ve imprescindible su presencia en los órganos de responsabilidad y decisión de la Iglesia.
– Es patente la preocupación por la escasa presencia y participación de los jóvenes en la vida y misión de la Iglesia.
– La familia se ve como ámbito prioritario de evangelización.
– Ha tenido un eco importante el tema de los abusos sexuales, de poder y de conciencia en la Iglesia, evidenciando la necesidad de perdón, acompañamiento y reparación.
– Mayoritario ha sido el sentir acerca de la necesidad de institucionalizar y potenciar los ministerios laicales.
– Atención específica merece el tema del diálogo con las demás confesiones cristianas y con otras religiones. Reconocemos que tenemos escasa experiencia ecuménica en nuestras comunidades, al tiempo que comprendemos la necesidad de establecer este diálogo allí donde no existe y, en su caso, de potenciarlo, con espacios e iniciativas compartidas que lleguen a todos los miembros de las comunidades.
Por último, destacamos algunas otras cuestiones relevantes que han surgido en diálogo sinodal, si bien con menor presencia:
– La necesidad de potenciar una presencia cualificada de la Iglesia en el mundo rural.
– La religiosidad popular como cauce de evangelización en un mundo secularizado.
– La necesidad de fomentar la pastoral de los mayores.
– La conveniencia de incrementar la atención de determinados colectivos tales como presos, enfermos o inmigrantes.
Junto con todo lo anterior, aunque se trata de cuestiones suscitadas solo en algunas diócesis y, en ellas, por un número reducido de grupos o personas, vemos conveniente incorporar a esta síntesis, por su relevancia en el imprescindible diálogo eclesial y con nuestros conciudadanos, la petición que formulan acerca de la necesidad de discernir con mayor profundidad la cuestión relativa al celibato opcional en el caso de los presbíteros y a la ordenación de casados; en menor medida, ha surgido igualmente el tema de la ordenación de las mujeres. En cualquier caso, en relación con estos temas, se detecta una clara petición de que, como Iglesia, dialoguemos sobre ellos con el fin de permitir conocer mejor el Magisterio respecto de los mismos y poder ofrecer una propuesta profética a nuestra sociedad.
Por último, debemos destacar, como particularidad de la Iglesia que peregrina en España, la fuerte resonancia en las síntesis diocesanas del proceso abierto con motivo del Congreso de Laicos celebrado en Madrid en febrero de 2020. Se percibe con nitidez que ese proceso ha sido precursor de este camino sinodal y que es asimismo la manera natural de darle continuidad. 2 Cf. FRANCISCO, Exhortación apostólica postsinodal Querida Amazonia, 87-88 y 99-105.
IV. LA FUERZA DE LA SINODALIDAD Y LA CLAVE DEL DISCERNIMIENTO
Quienes nos hemos implicado en este proceso hemos experimentado con fuerza que la sinodalidad es el camino para seguir haciendo Iglesia; una Iglesia no autorreferencial, sino abierta y cercana a todos los hombres y mujeres de hoy y, por ello, queremos seguir en esta senda.
Nos hemos sabido escuchados, hemos sido libres al hablar, hemos experimentado esperanza, alegría, ilusión, coraje para cumplir nuestra misión, con un fuerte sentimiento comunitario de seguir en camino y de hacerlo juntos. Sentimos un profundo agradecimiento por haber podido ser protagonistas del proceso. Junto con ello, realmente vemos en él algo nuevo, que nos abre horizontes hasta ahora poco explorados. En un momento en el que resulta patente que las cosas no pueden seguir igual y urge dar respuesta a desafíos ineludibles, percibimos que estamos asentando las bases para un nuevo modo de trabajar y de ser Iglesia y ello nos ilusiona y anima.
La participación nos ayuda a renovar nuestro sentido de pertenencia a la Iglesia y fortalece la comunión (encontrarnos, rezar juntos, escucharnos, dialogar, nos hace crecer como comunidad); reflexionar y discernir unidos sobre cómo hemos de ser Iglesia en el momento presente nos lleva a volver a la esencia de la razón de nuestra existencia y misión: anunciar a Jesucristo. En definitiva, nos hace más auténticos, nos configura como discípulos-misioneros.
No obstante, esta certeza en la necesidad de seguir avanzando en la vía de la sinodalidad y (re)descubriendo lo que significa no impide que encontremos dificultades y se manifiesten dudas e incertidumbres. El ejercicio de escucha sin filtros que hemos tratado de hacer no ha estado exento de esfuerzo; además, no son pocos quienes se preguntan si realmente servirá para algo este proceso de escucha, sobre todo relacionándolo con experiencias anteriores –sínodos y asambleas diocesanas celebrados en algún momento más o menos reciente, que han generado frustración por quedar sin aplicaciones prácticas–. De algún modo, la voluntad de seguir avanzando se condiciona a que existan signos concretos que continúen motivando una mayor implicación y generando ilusión. Nos sabemos escuchados, pero no protagonistas de la vida y misión de la Iglesia.
También se considera, desde otra perspectiva, que hemos de ser capaces de no sobrecargar la experiencia sinodal. No podemos desconocer que existen muchos espacios sinodales; por ello, hemos de comenzar a llenarlos de contenido auténticamente sinodal para favorecer la participación y la toma de decisiones, sin perjuicio de que, allí donde se vea necesario, se abran nuevos caminos, siempre desde el discernimiento. A este respecto resuena con especial fuerza la idea de dar el paso de la consulta a la codecisión: que los órganos existentes no se limiten a ser instrumentos consultivos, sino que en ellos se adopten decisiones con madurez, honestidad y como fruto de un ejercicio de corresponsabilidad guiado por el discernimiento. También hemos de destacar la insistencia acerca de la conveniencia de una mayor apertura del proceso de nombramiento de obispos y párrocos a la participación de la comunidad.
La sinodalidad, no obstante, se percibe como inseparable del discernimiento, otro de los extremos que resuena con fuerza en las síntesis diocesanas y que constituye el objetivo del proceso sinodal. El discernimiento se ve como un complemento necesario de la sinodalidad y un instrumento eficaz para evitar el clericalismo. Más en concreto, algunos grupos destacan que los cauces para el discernimiento son, entre otros, los espacios sinodales ya existentes, tales como los consejos parroquiales y diocesanos y las comunidades de referencia donde se comparte la vida y la misión.
Aunque no tenemos experiencia suficiente de qué es el discernimiento y cómo podemos llevarlo a cabo en nuestras comunidades, comprendemos que es camino seguro para abrirnos al Espíritu e ir identificando los pasos que hemos de dar. Efectivamente, constatamos que no estamos todavía preparados para esta actitud interior y por eso necesitamos educarnos para un discernimiento personal y comunitario. Esto exige descubrir el plan y la voluntad de Dios para cada persona, estar atentos a las llamadas y retos de la Iglesia y del mundo aquí y ahora, mediante la escucha de la Palabra de Dios en un clima de oración. Y, sobre todo, entenderlo no como una acción de mera invocación del Espíritu, sino como una actitud sincera de escucha a su voz. El discernimiento es una clave verdadera para realizar la necesaria conversión en la Iglesia y para transformarnos en discípulos misioneros.
Se trata en definitiva de reconocer el paso de Dios por nuestra vida, de interpretar las llamadas del Espíritu y de elegir los caminos que el Señor nos señala para una conversión pastoral y misionera.
V. UNA MIRADA ESPERANZADA
En este tiempo de Gracia, todos cuantos hemos participado en el proceso sinodal hemos expresado nuestros sueños, deseos y compromisos con una Iglesia que sea más familia, más cercana a los necesitados, más valiente para afrontar los problemas del mundo de hoy y en la que sus miembros, apoyados en la Palabra, mostremos a todos la alegría y la belleza de seguir a Jesús.
A la luz del trabajo sinodal realizado en toda la Iglesia en España, sentimos con fuerza la llamada a caminar juntos y a renovar e incrementar nuestro modo de participar en la Iglesia, desde la hondura de su misterio, en los dos aspectos que la definen: la comunión y la misión.
Esta llamada implica tres urgencias que abordar, claramente entrelazadas: crecer en sinodalidad, promover la participación de los laicos y superar el clericalismo.
1.- Crecer en sinodalidad. La Iglesia está llamada a una permanente conversión en el modo de ser y de hacer. Este estilo y espiritualidad –la sinodalidad– no cambia su identidad ni su misión, que provienen del Señor, pero invita a todos a un renovar su modo de comprometerse en el servicio eclesial y de participar en la vida de la Iglesia. Muchos grupos manifiestan su deseo de continuar trabajando con este espíritu sinodal en sus comunidades y que este mismo espíritu guíe la vida diocesana y la de toda la Iglesia.
Este deseo de cambio exige, por tanto, una formación explícita en sinodalidad, con todo lo que implica de capacidad de acogida, de procesos de escucha activa y respetuosa, de comprensión, de acompañamiento a los demás y de discernimiento. Se trata de dar cabida, con paciencia y humildad, a las preguntas y cuestiones que otros quieran formular con el fin de conocer, a partir de la escucha abierta a las aportaciones de todos, el plan de Dios para este tiempo y para este lugar.
Implica asumir la diversidad en las comunidades en clave de complementariedad y tener estructuras eclesiales auténticamente sinodales. Supone dar un mayor protagonismo a quienes forman parte de ellas, desde la complementariedad de las vocaciones, también en cuanto a la toma de decisiones.
Una propuesta concreta para seguir experimentando la sinodalidad sería la realización de consultas anuales, parroquiales o diocesanas, para dar la oportunidad de expresarse y contribuir en los planes pastorales que se van a llevar a cabo. Se trata de promover otras estructuras de participación que corresponsabilicen al Pueblo de Dios en la acción evangelizadora y caritativa de la Iglesia. Entre los sacerdotes sería oportuno promover e impulsar el trabajo en los arciprestazgos y en el consejo del presbiterio, como órgano colegiado en orden a desarrollar procesos de discernimiento concernientes a la vida pastoral de la diócesis.
2.- Promover la participación de los laicos. Se ha sentido especialmente la necesidad de subrayar la plena responsabilidad de los laicos en la vida y la misión de la Iglesia. En el interior de la Iglesia, en orden a la comunión, es preciso una mayor presencia en los ámbitos de decisión que permita incrementar la corresponsabilidad y ofrecer un mejor servicio al Pueblo de Dios. Sería oportuno, a partir de una reflexión eclesial y canónica, definir los asuntos respecto de los cuales la participación de los cristianos laicos tuviera carácter decisorio, especialmente en aquellos campos que son más propios de su vocación en el mundo.
En particular, es preciso repensar el papel de las mujeres en la Iglesia, con un mayor protagonismo y responsabilidad; sencillamente, están desempeñando un papel fundamental en el día a día de la comunidad eclesial y deben poder asumirlo igualmente en los lugares y espacios en los que se toman las decisiones.
Al mismo tiempo, en orden a la misión, resulta imprescindible potenciar la presencia acompañada de los laicos en el entramado social: asociaciones de vecinos, sindicatos, partidos políticos, economía, ciencia, política, trabajo, medios de comunicación, entre otros. Conviene superar un estilo de vivir la fe “hacia dentro”, que se reduce a la práctica de los sacramentos y no sale al encuentro de las personas en la vida social y hasta las periferias. Conscientes del valor que tiene caminar junto a personas no creyentes y alejadas, es preciso trazar un itinerario de encuentro que comience con la escucha, con la necesidad de sanar heridas y con la apertura a horizontes de colaboración y que, al mismo tiempo, sea plan de acogida en las parroquias para los que lleguen por primera vez.
3.- Superar el clericalismo. La promoción del laicado implica y exige la superación del clericalismo como una inercia de tiempos pasados, en los que todas las responsabilidades recaían en la figura del sacerdote. Esa superación implica también vencer la pasividad y la falta de implicación de muchos fieles laicos en la edificación de la Iglesia. El ámbito propio de los sacerdotes es el de la caridad pastoral que le encomienda encabezar, acompañar, proteger y sanar al Pueblo de Dios para que sea fiel a la comunión y misión que le constituyen. Algunos laicos, por su misión eclesial, participan de esa dimensión pastoral y colaboran con ella en la catequesis, la visita a enfermos o presos, la enseñanza, etc. En cualquier caso, fuera de esa labor pastoral, la misión de los pastores no se extiende a las decisiones en aquellos ámbitos que superan su preparación y su ministerio, respecto de los cuales se hace imprescindible contar con el asesoramiento de laicos expertos y trabajar con ellos sinodalmente. También lo es tener muy presente la vida consagrada y su esencia profética, voz humilde que acerca las periferias.
A partir de estas urgencias, la Iglesia se ofrece a la sociedad a la que sirve, de manera especial a aquellas personas que se sienten en las periferias por su origen étnico, por su situación familiar o económica o por su orientación sexual. Todas y cada una de ellas, sean cuales sean sus circunstancias, tienen un sitio en la Iglesia y es preciso ofrecerlo con claridad, sin exclusiones, para acompañar cada situación desde el amor fraterno hasta la verdad y la promoción personal. Esto nos exige a todos una apertura de corazón a la comprensión del plan de Dios para cada persona.
Un servicio más verdadero y profundo a la sociedad implica necesariamente la formación de todo el Pueblo de Dios y la celebración del misterio cristiano que alimenta y vivifica la fe de los creyentes. Por ello, estos dos aspectos necesitan de especial cuidado.
En relación con la formación, se hace precisa una formación integral que atienda a la dimensión personal, espiritual, teológica, social y práctica. Para ello, es imprescindible una comunidad de referencia, porque hay un principio del “caminar juntos” que es el de la formación del corazón, que trasciende los saberes concretos y abarca la vida entera. Es necesario incorporar a la vida cristiana la formación continua y permanente para poner en práctica la sinodalidad, madurar y crecer en la fe, participar en la vida pública, acrecentar el amor y la participación de los fieles en la eucaristía, asumir ministerios estables, ejercer una corresponsabilidad real en el gobierno de la Iglesia, dialogar con las otras Iglesias y con la sociedad para acercarse fraternalmente a los alejados.
Esa formación puede estar orientada por un plan diocesano de formación del laicado, con especial incidencia en la Doctrina Social de la Iglesia y que forme acompañantes cristianos para las comunidades. La formación online puede ser un cauce oportuno a tal fin.
Con relación a la celebración, conviene una preparación esmerada, realizada por equipos de liturgia presentes en cada parroquia. La eucaristía, que finaliza con el envío a la sociedad, por su valor mistagógico, nos introduce en la comunión profunda con Dios y con los hermanos, por la alegría y esperanza que se transmiten, especialmente cuando participan los niños y los jóvenes. Urge renovar nuestras celebraciones, revisando y mejorando los gestos y el lenguaje y la comprensión de las homilías, haciéndolas más participativas y comunitarias.
Por último, planteamos una serie de propuestas diferenciadas en función del nivel de actuación.
1.- Propuestas a nivel parroquial
– Promover una nueva forma de estar en el territorio. El mapa parroquial actual muestra una realidad que corresponde al pasado porque en muchos lugares la parroquia ya no es una realidad pastoral viva, sino un territorio de misión. En la España rural hay que organizar una nueva forma de presencia de la Iglesia con sinergias en la vida parroquial y un mayor compromiso de los fieles laicos.
– Poner en marcha, allí donde no existen, los consejos parroquiales y de asuntos económicos o, en su caso, renovarlos, haciendo de ellos verdaderos espacios sinodales. Conviene también considerar sobre qué temas los consejos parroquiales o de economía pueden ser deliberativos, con la participación de los laicos. Ambos consejos se consideran instrumentos fundamentales de sinodalidad.
– Favorecer los pequeños grupos de fe que se alimentan a diario de la Palabra y que juntos profundizan en su vivencia cristiana. Han de cuidarse y alimentarse, ya que constituyen un fermento que hará crecer la semilla de la fe.
2.- Propuestas a nivel diocesano
– Dar mayor protagonismo a los movimientos eclesiales, las cofradías y hermandades, y a la vida consagrada y monástica en la elaboración de los planes diocesanos. Su aportación puede contribuir a la renovación de la Iglesia, sobre todo a través de los consejos diocesanos de pastoral.
– Desarrollar y aumentar el número de ministerios formalmente reconocidos para los laicos: ministros de liturgia, de la Palabra, de Caritas, de visitadores, de catequistas.
– Priorizar el trabajo en red de todas las realidades que existen en las diócesis.
3.- Propuestas a nivel de Iglesia universal
– Ayudar a redescubrir la vocación bautismal, la común pertenencia al Pueblo de Dios, buscando espacios de comunión y de trabajo en equipo, así como la implicación en un proyecto de anuncio de Jesús en este mundo y en este tiempo.
– Estar cada vez más presente como voz profética en todas las dificultades, conflictos y desafíos del mundo de hoy.
Nuestro proceso no concluye aquí. Las urgencias, aspectos que precisan de un especial cuidado y propuestas concretas que se recogen en esta síntesis, junto con todas las aportaciones que han surgido de los grupos sinodales, necesitan de un mayor discernimiento en nuestras diferentes comunidades. Concluida la fase diocesana del Sínodo, es momento propicio para llevarlo a cabo, dando así continuidad a nuestra experiencia sinodal, al tiempo que se desarrolla la fase continental.
La Iglesia que peregrina en España se muestra agradecida al papa Francisco por impulsar este proceso sinodal. A pesar de sus dificultades, ha abierto caminos de esperanza. Una esperanza que se asienta en la fidelidad de Dios, que cumple siempre sus promesas.
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— Of. Información CEE (@prensaCEE) June 11, 2022