Por Benito Méndez Fernández, delegado diocesano de Ecumenismo
A principios del verano pasado (2018) el papa Francisco viajó a Ginebra para visitar la sede del Consejo Mundial de Iglesias con motivo del 70 aniversario de su fundación. Allí, durante la oración común, pronunció unas palabras que, en principio, parecen sorprendentes y, quizás por ello, no han tenido todavía el eco suficiente en el movimiento ecuménico. De ahí que la celebración de la Semana de Oración por la unidad de los cristianos nos pueda servir para pensar en lo que nos quería decir el Papa:
“Alguno podría objetar que caminar de este modo es trabajar sin provecho, porque no se protegen como es debido los intereses de las propias comunidades, a menudo firmemente ligados a orígenes étnicos o a orientaciones consolidadas, ya sean mayoritariamente “conservadoras” o “progresistas”. Sí, elegir ser de Jesús antes que de Apolo o Cefas (cf. 1 Co 1,12), de Cristo antes que «judíos o griegos» (cf. Ga 3,28), del Señor antes que de derecha o de izquierda, elegir en nombre del Evangelio al hermano en lugar de a sí mismos significa con frecuencia, a los ojos del mundo, trabajar sin provecho. No tengamos miedo a trabajar sin provecho. El ecumenismo es “una gran empresa con pérdidas”. Pero se trata de pérdida evangélica, según el camino trazado por Jesús: «El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará» (Lc 9,24). Salvar lo que es propio es caminar según la carne; perderse siguiendo a Jesús es caminar según el Espíritu. Solo así se da fruto en la viña del Señor. Como Jesús mismo enseña, no son los que acaparan los que dan fruto en la viña del Señor, sino los que, sirviendo, siguen la lógica de Dios, que continúa dando y entregándose (cf. Mt 21,33-42). Es la lógica de la Pascua, la única que da fruto”.
Si el ecumenismo es un negocio ruinoso o con pérdidas, entonces, ¿qué queda de todos los esfuerzos por la unidad de los cristianos…, cientos de encuentros, congresos, oraciones, comisiones… habrá sido todo en vano? Es verdad que todavía queda mucho por hacer, pues, por ejemplo, entre nosotros, en nuestra propia diócesis y en España en general, es una labor poco comprendida por nuestro pueblo; y, cuando me refiero a ello, no estoy pensando sólo en los católicos, sino en la gran mayoría de grupos cristianos. Todavía quedan muchos prejuicios del pasado, cuando no resquemor, en algunos casos debido a acontecimientos históricos poco afortunados. Es decir, aparentemente no hay muchas razones para el optimismo a corto plazo. Por eso son sorprendentes las palabras de Francisco, porque él no es un pesimista. Más bien su profunda confianza en que el Espíritu Santo es quien dirige a la Iglesia de Cristo, le lleva a provocarnos no solo con respecto a este tema, sino a otros. Quiere hacernos salir de nuestra acedia y letargo, y ponernos en camino. Quiere que hagamos algo por revertir la situación, en este caso de división entre nosotros. Y, lo primero, es entablar contacto, conocernos, orar juntos, seamos muchos o pocos los que participemos.
Pero Francisco no se queda en la simple provocación, en la llamada a la unidad: “que sean uno” (Jn 17,21). Quiere que podamos hacer ya cosas juntos, sobre todo en aquellas facetas que no impliquen una puesta en cuestión de nuestra propia vivencia de la fe. El año anterior, 2017, en un acto ecuménico sin precedentes celebrado en Lund (Suecia), el Papa y el presidente de la Federación Luterana Mundial dieron comienzo al «ecumenismo de la solidaridad», que significa en la práctica trabajar juntos en favor de los más necesitados. Ello quedó plasmado en un convenio de colaboración entre Cáritas Internacional y la organización paralela por parte luterana, la Diakonía.
Su constante ejemplo de apertura y de búsqueda de encuentro con los otros nos anima, pues, a dejar los viejos prejuicios, y, en el fondo, a dejar nuestra comodidad. Las palabras de Jesús no pueden ser más exigentes: “quien quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mi causa la salvará” (Lc 9,24). Nos recuerdan también a las de San Pablo: “por Cristo lo he perdido todo” (Fil 3, 7-8). Pero no son palabras fáciles de aceptar, porque no es fácil aceptar que no somos los únicos cristianos, los exclusivos. Aunque llevamos cincuenta años de recepción del Concilio Vaticano II, sus textos todavía no han penetrado en nuestras carnes de forma suficiente. Y esos textos son muy claros en esto: los que no son católicos y están bautizados, son cristianos, pertenecen a Cristo, son hermanos, son de la familia, y debemos intentar entablar contacto con ellos.
¿Cómo llevarlo a la práctica? No lo conseguiremos con nuestras fuerzas. Nuestro miedo a perder algo propio nos puede, incluso, paralizar. Por eso, Francisco insiste en la oración confiada, como la que se hace en todo el mundo por estas fechas. Es una oración que nos ha de llevar a la conversión, a superar nuestra auto referencialidad, a girar nuestra vida hacia la voz que viene del Espíritu Santo, y a encender nuestro corazón con el fuego de su amor.
Por otra parte, insiste en que, para emprender ese camino, no hemos de dejar a un lado nuestra identidad propia como católicos. Pero hemos de verla como una identidad reconciliada con los que son cristianos, aunque sean de otro tipo. No se trata, pues, de relativizar la verdad; pero ha de ser una verdad vivida en la historia, con sus limitaciones, y con su apertura a mayores profundizaciones. Es decir, las “perdidas” de las que habla el Papa, son aquellas que nos hacen ser fieles a Cristo y confiar en su Espíritu, el que nos conducirá a la verdad plena (Jn 16, 12-15). Pero esas pérdidas traerán consigo la ganancia salvadora: la ganancia que esperamos es reencontrarnos con otros hermanos que, creíamos, se habían marchado de casa. La tristeza se convertirá en alegría, pues la alegría es uno de los frutos del Espíritu Santo (Gal 5,16), como dijo el Papa en el mismo lugar:
“Queridos hermanos y hermanas: Las palabras del Apóstol Pablo nos interpelan hoy más que nunca. Caminar según el Espíritu es rechazar la mundanidad. Es elegir la lógica del servicio y avanzar en el perdón. Es sumergirse en la historia con el paso de Dios; no con el paso rimbombante de la prevaricación, sino con la cadencia de «una sola frase: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (v. 14). La vía del Espíritu está marcada por las piedras miliares que Pablo enumera: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (v. 22.23)”.
«¿Cómo llevarlo a la práctica? No lo conseguiremos con nuestras fuerzas. Nuestro miedo a perder algo propio nos puede, incluso, paralizar. Por eso, Francisco insiste en la oración confiada»