Momentos únicos

"Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas"
(Mt 11, 25-30)

Acaba de volver del hospital. Acumula ingresos y altas. Cada vez que sale tiene menos tiempo para regresar. Cada vez que sale vale más su tiempo porque dura menos. Y ahí estoy yo, testigo y compañero de sus días, unos mejores que otros y a la espera siempre de una visita inesperada o de un teléfono que suene acaso a buena hora. Cuando el tiempo vale de veras, cuando no se limita a pasar mientras la vida florece en otra parte, se mide no por semanas ni por meses. Se mide por días. Cada día es entonces diferente. Tiene sabor y aroma inconfundibles.

No soporta grandes dolores. Las suyas son dolencias que, más que doler, cansan. Contra el dolor hay alivio. Contra el cansancio, no. Uno puede llegar a cansarse de estar siempre cansado, a abandonarse en el puro agotamiento y desconectar del incansable mundo como un aparato eléctrico en desuso. Es el temido momento en que se vuelve aquello que nunca quisiera llegar a ser para los suyos: un estorbo, un trasto viejo.

No es así en su caso. Ella no ha llegado a eso todavía. Mientras me sirvo su café y me regala los oídos me convenzo de que está viva y dispuesta a seguir estándolo, siquiera para unos pocos. Pasa mucho tiempo sola y por eso, para ella, hay momentos que son únicos. Son como remansos en los que el río de sus largos años ofrece sus aguas al cansado y al sediento: "venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviare". Yo llego y me siento a su mesa. Escucho sus palabras y después su voz desde otro mundo porque el sueño me ha traído y dejado en algún sitio entre recuerdos olvidados.

El misterio de los sueños que revelan ha ocultado la humildad del sueño y su poder revelador. Los sueños revelan secretos a los grandes de este mundo: a los reyes, los profetas y cuantos se sienten elegidos. El sueño del cansado, del que no ha dormido bien o bastante, del que no puede ya con la tarde después de la comida, revela a todos, grandes o pequeños, un secreto a voces: que necesitamos descansar. Nuestras necesidades más elementales nos devuelven a la humilde realidad que somos mientras vivimos en este mundo. Y sabido es que precisamente a los humildes es a quienes ha querido Dios revelar los secretos de su Reino, ocultos a los sabios y entendidos.

Para no cansarse de estar cansado conviene descansar. Ella lo sabe mientras cuenta el secreto de su vida ya vivida. No ha sido fácil para ella pero ha alcanzado una edad que le autoriza a dar sabios consejos. Ni uno solo sale de sus labios, sin embargo. Ni una sola cima que escalar a puro esfuerzo. Escuchar a los mayores te hace sabio. Pero descansar a su lado, sin agobios, te deja ser lo que ya eres: alguien que no puede con la tarde después de la comida y necesita una voz suave que le arrulle. "Le deseo que sea tan feliz como lo he sido yo en la vida", me dice una vez. Nadie conoce la vida como ella y por eso me la entrega, así de clara. En forma de deseo, que es casi una plegaria. Para ella son los días que miden su tiempo más valioso. Para mí, la vida sin medida es lo que espero.

«Mientras me sirvo su café y me regala los oídos me convenzo de que está viva y dispuesta a seguir estándolo, siquiera para unos pocos»

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