No tenemos otros ojos

Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen" (Mt 13, 1-23)

¿Cómo era posible? Dos vidas en un momento. Antes, una. Otra, después. Su cabeza seguía tratando de ordenar la vida de antes, de siempre. Pero su cuerpo ya no estaba allí. Ya no respondían sus miembros al dictado de su cabeza. Sus pensamientos eran incapaces ahora de ponerse en pie y en marcha hacia alguna parte. Impotentes, poblaban su cabeza de confusión agitándose sin poder salir de ella. Una muralla sin puertas ni almenas, una muralla tan alta como el mismo cielo, empezaba a trazar su perfil sobre la niebla.

La muralla que se alzaba de pronto entre sus dos vidas era impenetrable pero transparente. Eso era lo que le angustiaba. No poder tocar lo que seguía viendo con sus ojos de antes o no disponer de otros ojos para ver lo que ya no estaba a su alcance era lo más angustioso para él. Cada etapa de la vida debería darnos otros ojos para poder verla con una mirada que nos permitiera entenderla como otra oportunidad. Debería darnos esa mirada que tanto nos cuesta encontrar y que, a veces, seguimos buscando en vano. Pero rara vez es así. Rara vez brota lo nuevo de lo viejo, la novedad de la costumbre. Los hábitos nos habitan.

De hecho, nuestros ojos no se resignan a ver lo que están viendo. Ven más allá. En el presente vemos todos, desde ellos, pasado y futuro. Aquél con nostalgia, éste con incertidumbre. En sus ojos era eso lo que yo podía ver: mucha nostalgia y más incertidumbre. Cansados de ver, me miraban y yo me veía en ellos como en un espejo. Había dedicado su vida a los demás, especialmente a los pobres y enfermos. Había trabajado y vivido hasta bien pasados los noventa años. Y ahora, ¿qué? "Que Dios tenga misericordia de mí ", le oía repetir mientras miraba sin ver hacia ninguna parte.

Nuestros ojos son la tierra donde cae la semilla esparcida por el sembrador. No tenemos otros ojos para mirar que aquellos con los que vemos caer la semilla cada día. La semilla que cae es la Palabra de la Vida sobre la vida que vemos y vivimos. Cae la tarde o la hoja y, tal vez, la lluvia. La suerte o la desgracia. Caen la economía en crecimiento y la esperanza. El velo de las apariencias y el ladrón en su propia trampa. Cae, de un momento a otro, todo aquello que levantamos con paciencia día a día y piedra a piedra. Antes de caer también nosotros, todo en torno nuestro ha sembrado la inquietud en nuestro ánimo. Pero las aves se comen la semilla. Los soles agostan lo brotado. Y los cardos, en fin, acaban asfixiando lo espigado.

Aprendió desde joven a entregarse. A darse del todo, si es preciso. Era, todo él, tierra en manos de su dueño y alfarero. Todo ojos, pura vida. Al mirar sus manos gastadas con el tiempo, ¿quién no verá a quien les dio, en su alfar, forma y tarea? Pero la tierra es, antes de darse, solo eso, tierra: allí vuelven las manos y los ojos que de ella han recibido su materia. Y queda, al fin, la tierra sola bajo el aire, el sol, los cardos y las aves. Queda la tierra recibiendo la semilla. Darse es fácil, comparado con quedarse a los pies del sembrador. Ver no es mirar ni entender. No tenemos otros ojos ni oídos que los nuestros: ¡dichosos cuando miran o escuchan de verdad!

«Nuestros ojos no se resignan a ver lo que están viendo. Ven más allá. En el presente vemos todos, desde ellos, pasado y futuro. Aquél con nostalgia, éste con incertidumbre»

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