Semana Santa de Mondoñedo: Pregón del obispo Fernando García

Una sola cosa tiene el pregonero: la palabra. Al pregonero utiliza la palabra para recordar, para avivar sentimientos, para despertar recuerdos, para otear horizontes, para animar en la vivencia. El pregón es fundamentalmente palabra. Palabra que hace imagen, que describe y pinta cuadros, que recrea paisajes, que reaviva experiencias.

Los paisajes que este pregón quieren cantar, como pórtico de la Semana Santa, son complejos, por lo que su tarea no es fácil. Por una parte, se trata de describir con la palabra y poner palabras a la más bella obra de amor jamás vivida en la historia de la humanidad: la loca historia de amor de un Dios chiflado por su pueblo, enamorado de su esposa que es la humanidad, enloquecido por cada hombre que nace herido por el pecado.
Es, por tanto, algo muy hermoso y sublime lo que hay que cantar con la palabra, aunque soy consciente de que no hay palabras que lo puedan recoger.

Pero la hermosura de esta página de amor que tiene que cantar el pregonero está teñida también de tragedia. Porque, aunque el cuadro a cantar es una historia de amor, precisamente por eso, está teñida de dolor, de sangre, de muerte. No hay amor sin dolor; no hay entrega sin sufrimiento; no hay amistad sin pasión. Es bueno que lo proclamemos y lo recordemos hoy, en una sociedad que ha perdido la verdad del amor, que se ha olvidado de lo que es el amor y ha hecho del amor mero sentimiento y emoción. Cuando esto sucede, el compromiso se desvanece, la permanencia se detiene, el sacrificio desaparece. ¡Cuánto nos perdemos en esta sociedad gaseosa y débil que estamos construyendo!

Pero esta historia de amor y de dolor que se me invita a ensalzar con la palabra, es una historia repleta de luz. Porque es amor, es también luz. Recuerdo en mi niñez la Semana Santa de mi ciudad en la que, en las procesiones cargadas de frío, me tocaba portar el cirial y abrir así el cortejo. Mi obsesión era que la velita se apagaba, y que el viento era más fuerte que la luz. La Semana Santa que este pregón quiere cantar con la palabra es, sobre todo, la fiesta de la luz. Una luz que se hace frágil y tenue en los cirios que portan entres sus manos los penitentes y quienes acompañan las procesiones, especialmente el Viernes Santo; una luz un poco más fuerte que engalana y embellece las andas con que son portadas las bellas imágenes que se procesionan por nuestras callejuelas; una luz, sobre todo, que explosiona en fuego vivo en la gran Vigilia Pascual, la fiesta de la luz, que en nuestra iluminada catedral, festeja y celebra el triunfo de aquel que es la luz del mundo.

Decía que las palabras proclamadas por este indigno pregonero eran complejas y frágiles porque cantaban el amor, en medio del dolor; festejaban a la luz, en un mundo de tinieblas; y sobre todo, porque suenen a atrevimiento y osadía de aquel que no sabe y no conoce el alma mindoniense que da sentido a las costumbres y tradiciones de nuestro pueblo. Me parece que seré incapaz de cantar adecuadamente una Semana Santa, como la de Mondoñedo, declarada de Interés Turístico Regional, que siendo ya mía no es del todo conocida por el poco tiempo que estoy entre vosotros. Aun así, buscaré conseguir la meta que no es otra sino la de invitaros a vivir con fe y profundidad estos días de la Semana Santa tan arraigados en vuestras raíces. Vivirlos como hacen los sabios que recuerda el evangelio, como aquellos que son capaces de “sacar de su arcón lo nuevo y lo antiguo”. Es hermoso este ejemplo que Jesús nos pone: la convivencia de lo nuevo y de lo antiguo, la capacidad de beber de las raíces que supone la tradición pero sin quedarnos parados en un arqueologismo de museo, anticuado y sin proyección. El que conjuga la tradición y la novedad es capaz de beber de lo antiguo para recrearlo en el hoy de nuestra historia, para que las tradiciones del ayer sigan alimentando y dando respuestas a los problemas y retos que hoy debemos vivir. Quizás esta se convierte en una de las tareas que juntos hemos de afrontar para que los jóvenes se incorporen con deseos a las tradiciones de nuestros mayores.

Sabéis que Mondoñedo entró en mi corazón un 14 de junio de 2021, a las 10:10 de la mañana. Ese día y a esa hora fue cuando el nuncio pronunció por primera vez en mis oídos el nombre de esta villa episcopal para encomendármela en el cuidado y en el servicio ministerial. Desde entonces es ya mi tierra, mi gente, mi ciudad… y hago mías todas sus personas, sus tradiciones, sus costumbres, su historia, su paisaje.

A lo largo de este año y medio que llevo entre vosotros he compartido mucha vida. Pensando en cómo relacionar la idiosincrasia de esta ciudad con el espíritu de la Semana Santa se me ocurren tres aspectos que me han llamado la atención y que comparto con vosotros.

En primer lugar las puertas abiertas de las casas. A todo extraño que se acerca a nuestra ciudad le maravilla un paseo por el entramado de sus callejuelas y plazas que conjuga el pasado medieval con los aires de una capital burguesa. Sin duda que el pasado de nuestra ciudad debió de ser glorioso como lo muestran sus edificios y sus monumentos. Pero, por encima de la arquitectura singular y del buen cuidado de sus calles, desde el principio me llamó la atención un pequeño detalle que no sé si os habéis dado cuenta: las casas que todavía albergan a gente, tienen sus puertas o alguna de sus hojas abiertas para poder ver el interior, para poder asomarse al portal.

No me digáis que no es un detalle bonito poder pasear y perderse por estas callejuelas tan hermosas y poder penetrar, aunque sea levemente, en el interior de los hogares. Es curioso que, en este mundo donde desconfiamos tanto unos de otros, donde construimos muros y cerramos puertas, donde elevamos vayas y cerramos fronteras, las puertas de las casas que aún siguen abiertas en Mondoñedo estén con sus hojas abiertas como invitando al peregrino, al vecino o al paseante a entrar, a llamar, a compartir la vida. Sin duda que es señal que indica la importancia de la acogida. ¡Acogida cálida que yo mismo he podido experimentar y que agradezco hoy muy sinceramente!

Y ¿qué tiene que ver este detalle infantil y minúsculo de las puertas abiertas con nuestra Semana Santa? Me da la sensación de que la Semana Santa es algo así: una puerta abierta en el misterio de Dios y una puerta abierta en el corazón de cada persona.

En efecto, la Semana Santa no deja de ser una puerta abierta en la que Dios nos abre el corazón de su propio misterio. Durante estos días, mejor que en ninguna otra época, se nos muestra quién es Dios, cómo es, cómo actúa. Porque la Semana Santa es la revelación más profunda del auténtico rostro de Dios. Un rostro herido, tocado, entregado por amor. Por ello, la Semana Santa es como una puerta abierta por donde podemos penetrar y atravesar para hacer nuestra la historia de amor de Dios con su pueblo.

Pero, además, las puertas abiertas de vuestras casas son una parábola hermosa de lo que tiene que ser también el corazón de cada persona que participa en estos días santos entre nosotros: somos invitados a tener las puertas abiertas, a cerrar nuestros paraguas, y dejarnos empapar y llenar del mismo amor de Dios. No se pueden tener las puertas cerradas insensibles al dolor de Dios y a su amor, al dolor de su pasión que se prolonga en tantos hermanos que hoy siguen sufriendo pendientes de la cruz del dolor, la soledad, la enfermedad, las penurias económicas… Nuestra vida ha de estar siempre abierta, dispuestos a acoger y recibir, aunque sea en el zaguán de nuestra casa, tanta entrega y tanto dolor.

Digámoslo con la poesía de alguno de nuestros poetas de nuestro Seminario:

DEUS PETA Á MIÑA PORTA
Coa súa humilde presenza
que sempre me descoloca.

Deus peta á miña porta.

Tentado chegar ben dentro,
alí onde a vida se xoga.

Coas mans cheíñas de dons
á espera de quen o acolla.

Non cansa, é persistente,
fiado en que eu responda.

Neste outono, neste día,
nesta mesmísima hora.

Cun petar respectuoso,
feito de múltiples cousas.

Na voz calada do libro
no que outras se me mostran.

Na palabra sabia ou non
de quen comenta e valora.

Na busca que nace en min,
no cruzamento da miña historia.

No traballo, na oración,
na tristura e máis na euforia.

No clamor do meu irmán
que non permite demora.
Na fame de que non come,
na fartura de quen goza.

Nos berros das indignadas,
cansas de contos e trolas.

No silencio de quen vela
alí onde a vida agroma.

Nesta xuntanza de hoxe
humilde en xentes e formas.

Hay una segunda característica que llama la atención cuando nos perdemos por nuestra ciudad y que a todos, especialmente a los que nos visitan, llama la atención: su silencio. Mondoñedo está transido de un silencio sonoro. Ciertamente que está provocado por la despoblación, por la ausencia del bullicio de los niños y de los jóvenes que tanto nos duele y por la que hay que seguir empeñándose con imaginación y cambio cultural, pero tengo para mí que es algo más. Se trata de un silencio que está pegado a sus piedras, a sus nieblas, a sus gentes. Es un silencio que se ajusta a su historia henchida de leyendas y costumbres. En uno de los pueblos más bonitos de España no pega el ruido chabacano; ni las cantinelas de músicas bulliciosas; ni los ruidos ensordecedores de las grandes ciudades que nos despistan y despersonalizan… En Mondoñedo lo que pega para disfrutar de él, como en los grandes jardines, es el silencio. Un silencio solo roto por el periódico tocar de las campanas, especialmente de nuestra Paula, que rompe el silencio pero lo hace con gusto, con solemnidad y maestría. Mondoñedo es ciudad de un silencio que es buscado, apreciado, añorado, querido…

Por eso, la Semana Santa se acopla tan bien en sus calles y plazas. La Semana Santa son días de silencio. A lo clamores y alabanzas del Domingo de Ramos, sigue el silencio expectante; el silencio que no comprende; el silencio doliente; el silencio desesperado; el silencio de la muerte; el silencio de la soledad. En definitiva es el silencio que acompaña un duelo, un dolor, una muerte, una soledad. El silencio que nos hace contemplar, que nos introduce en nuestro propio ser, que nos permite crecer, que nos posibilita escuchar a aquel que es la Palabra y a aquellos que conviven con nosotros. Porque el silencio es la puerta para construir el diálogo: diálogo con Dios y escucha entre nosotros.

Por eso, el silencio no es tristeza, está relacionado con la madurez, permite la profundidad del misterio de la vida. El silencio de estos días, si se vive con intensidad, se hace diálogo con el silencio de Dios. ¡Cómo nos duele el silencio de Dios, esa aparente no presencia de Dios y su incómoda no palabra ante el dolor y la muerte!

El silencio es una de las características de nuestra Semana Santa, expresión de un pueblo que se recoge en el silencio para admirar lo que acontece. Porque solo así tiene sentido el silencio: para contemplar, acoger, acompañar, adorar, orar… Así lo vivimos en nuestras procesiones, acompañadas con leves toques, especialmente en la de la Soledad o en la del Encuentro; o el Vía Crucis del miércoles que sube hasta los Picos en un ascenso real como lo fue el del primer Calvario. Hasta nuestro canto del Plorans, del Maestro Pacheco, no es sino un canto al silencio y a la soledad de María. También nuestra querida Paula, y con ella todas las campanas de nuestra singular catedral, enmudecen estos días y dejan su paso a la carraca para no disipar y contribuir con su silencio a la contemplación y oración del misterio que se actualiza.

Una tercera particularidad tienen los mindonienses: su carácter participativo. Así lo voy comprobando evento tras evento. Es cierto que el calendario anual de nuestra ciudad está plagado de citas, encuentros, eventos, acontecimientos. Por encima de todos, As Lucas, que tienen su raíz en la dedicación de esta iglesia catedral. Pero, junto a estas ferias, la fiesta de los Remedios, el mercado medieval y las mil y una convocatorias que prácticamente acontecen semanalmente. Y, en todos ellos, la protagonista siempre es la participación.

Sin embargo, caeríamos en un error si pensáramos en la Semana Santa como un acontecimiento más que rellena nuestro calendario. Para los creyentes se trata de la Semana por excelencia, donde acontece el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Es la semana que da sentido a todo el Año litúrgico y desde la que todo se encaja en su sitio adecuado. Por eso, es una semana particular, diferente, marcada por las emociones, sentimientos y por las devociones, por la oración y por el misterio. Es algo distinto, que no tiene que ver con la dimensión mercantilista que marca tantos eventos. Se trata de una celebración religiosa, una forma de expresar nuestra fe, con sentimientos, emociones, claves culturales y antropológicas propias y siempre de la manera más hermosa posible. Porque la belleza también nos conduce a Dios.

Por eso, en nuestra Semana Santa no hay espectadores, sino que todos somos protagonistas. ¿No os habéis dado cuenta? Todos cantan, todos procesionan, todos participan. De ello se encarga nuestra Venerable Orden Tercera que, desde 1734, es la organizadora de la Semana Santa mindoniense. Gracias queridos cofrades por este compromiso eclesial y comunitario. No os desaniméis y vivid como cofrades a lo largo de todo el año. De la mano de san Francisco de Asís, sentíos hermanos de todo lo creado y ayudadnos a construir la necesaria fraternidad en nuestro mundo roto y dolorido.

Seguid implicando a todos en la organización de nuestra Semana Santa. Porque es hermoso ver cómo todos se implican en el buen hacer de todos: los niños que portan también sus niños de pasión, los jóvenes más relacionados con la música, los adultos que ofrecen su fuerza para acompasar los pasos con las mazas, las mujeres para embellecer las imágenes… y hasta nuestra queridas monjas concepcionistas, ancianitas ellas, se incorporan con sus cantos al paso de los cortejos por su convento. Todos, sacerdotes y laicos, caminando juntos en un proyecto común, como Iglesia sinodal que camina unida. En la Semana Santa de Mondoñedo no hay espectadores, todos caminan y sienten la alegría de ser pueblo.

Queridos amigos: que no perdamos esta clave de la participación. Lo que es de todos, debe de seguir siendo de todos. Sería una lástima que perdiéramos nuestras raíces, porque nos secaríamos. Sería triste que abdicáramos de nuestro compromiso en esta casa común que habitamos convirtiéndonos en parásitos o espectadores. La belleza de una ciudad la dan sus gentes y su implicación en lo que es de todos.

Pero, por encima de todo, Mondoñedo es su catedral, donde tiene su cátedra este pregonero que hoy os habla. La singularidad de la Semana Santa la ofrece su catedral. No hay otra ciudad de nuestro tamaño que pueda gloriarse de tener un edificio como este y lo que él significa: ser la iglesia madre de todas las iglesias de la diócesis. Allí es donde se realizan los oficios, las celebraciones litúrgicas que dan sentido a todo lo que rodea estos días. Durante el Triduo Pascual, desde el Jueves Santo a la Vigilia Pascual, se actualiza como si fuera una película en tres actos, la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Allí tiene también lugar la Misa Crismal, la celebración donde se consagran los óleos y el crisma utilizados en los sacramentos de toda la diócesis que portarán la vida nueva que nace de la Pascua.

La Semana Santa se vive en las calles, pero encuentra especialmente su cumbre en el templo, en la celebración comunitaria y en la oración personal ante el Amor de los Amores hecho pan de vida. Por eso, el pregonero no puede por menos de invitaros a celebrar la Semana Santa en la solemnidad y sencillez de las celebraciones catedralicias, auténtico elemento diferenciador de nuestra Semana Santa.

Tenemos que ir concluyendo. Permitidme que, en esa voluntad de profundizar en las raíces pero desde una perspectiva nueva, me detenga en un mensaje central que vengo dando vueltas últimamente en mis reflexiones y que toman actualidad al hilo de nuestra Semana Santa. La única procesión que acompañé con vosotros el año pasado fue la del domingo de ramos por la tarde, en la que sale el “Ecce Homo”: “Mirad al hombre, he aquí el hombre”. Como sabéis, es una imagen de Cristo ensangrentado, solo…. Recoge el momento en que, durante la pasión de Cristo, Pilato sale delante de la masa para presentar a Jesús a quien ha azotado y puesto una corona de espinas, con el objeto de liberarlo y darle la libertad.
Esta frase pronunciada por Pilato es todo un compendio de cristología y de antropología. El Concilio Vaticano II decía que, el misterio del ser humano, lo que significa en cuanto a su ser, a su sentido, a sus preguntas existenciales, a su destino, a su presente y su futuro, solo puede ser válidamente comprendido si nos acercamos al misterio de Jesús. Jesús es la respuesta a la verdad del ser humano.

Yo diría que esto es lo que en estos días nuestra Iglesia presenta a nuestro mundo como verdad compleja pero apasionante. Al sacar el trono del Ecce Homo presentamos a todos a Jesucristo como aquel que es el camino, la verdad, la vida. Y lo hacemos públicamente, exponiéndole en las calles y plazas, para que sea contemplado, reconocido, amado y seguido. No solo para que sea fotografiado, admirado, sino para que sea conocido y seguido.

Me parece que este gesto es fundamental en una sociedad cuyos grandes debates hoy son profundamente antropológicos: ¿qué es el ser humano? ¿para qué está aquí? ¿qué es lo que le da dignidad? ¿cuál es su sentido? ¿cómo ha de ser su relación con los otros seres humanos? ¿cuál es su vocación? ¿qué nos diferencia de las otras criaturas? ¿qué conlleva la dignidad que posee?

Si os dais cuenta, todos estos interrogantes están detrás de problemáticas profundas que estamos afrontando como sociedad y a las que quizás no estamos respondiendo adecuadamente: el inicio de la vida, el final de la existencia, la inteligencia artificial, el trato a los vulnerables, el cuidado de los enfermos y ancianos, la sexualidad humana, el valor de la persona, el sentido del trabajo, el hecho de la limitación y la finitud…

Esta Semana Santa no hacemos una exaltación del dolor o del sufrimiento. No es eso lo que presentamos. Lo que visibilizamos en las diferentes escenas que salen por nuestras calles es exaltar lo que pertenece a la esencia del ser humano y, por tanto, aquello que el Dios humanado quiso también experimentar. El Ecce Homo, el “he aquí al hombre” proclama la fragilidad, la pequeñez, la limitación natural de la humanidad…

Porque, ¿en qué se fundamenta la condición humana? ¿Cuál es el núcleo irreductible y único en donde podamos cifrar la condición humana de cualquiera de nosotros? ¿No os parece que lo que nos define es la fragilidad, la limitación, la pequeñez, la intemperie, la dependencia? ¿No es eso lo que contemplamos durante estos días en los diferentes momentos de la Pasión?

Y al ver esto patente en aquel que nos revela el misterio del ser humano, ¿no es una interpelación a vincularnos más estrechamente entre nosotros, a recorrer caminos de fraternidad auténticos, a ocuparnos y preocuparnos de todos y de cada uno porque nos necesitamos todos existencialmente? ¿No nos damos cuenta de que mirándole se nos indica una propuesta de los caminos que estamos llamados a recorrer como individuos y como sociedad?

Eso es lo que nos recuerda el papa Francisco: “Porque la fragilidad es, en realidad, nuestra verdadera riqueza: somos ricos en fragilidad, todos; la verdadera riqueza, que debemos aprender a respetar y acoger, porque nos hace capaces de ternura, de misericordia y de amor. Ay de las personas que no se sienten frágiles: son duras, dictatoriales. En cambio, las personas que reconocen con humildad sus propias fragilidades son más comprensivas con los demás. La fragilidad nos hace humanos. Nuestro tesoro más preciado; de hecho, Dios, para hacernos semejantes a él, quiso compartir hasta el final nuestra propia fragilidad. Miremos el crucifijo: Dios que baja precisamente a la fragilidad. Miremos al pesebre donde llega con una fragilidad humana grande. Él compartió nuestra fragilidad”.

En estos días contemplaremos la fragilidad de Dios y en ella nuestra propia fragilidad. No nos avergoncemos, que no nos dé miedo… al contrario, celebremos nuestra común naturaleza y saquemos consecuencias de ello. Feliz Semana Santa que nos conduce a una vida de resucitados.

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