No es fácil hoy pronunciar unas palabras en esta situación dramática que ha conmovido a Ribadeo, a toda A Mariña, a toda Galicia y me atrevo a decir que a España entera. La inmensa multitud de gente que hoy abarrota esta iglesia es testimonio de ello, así como la presencia de las autoridades que nos acompañan.
Dicen, los que se dedican a los enfermos, que lo importante es curar; cuando no se puede curar, al menos se puede cuidar; y siempre, podemos acompañar. Yo creo que este infinitivo es precisamente el que hoy estamos conjugando todos nosotros, cuando las demás cosas ya no las podemos hacer: acompañar a unas familias, a unos amigos que se sienten huérfanos, que sienten su corazón desgarrado y roto por la tragedia. Acompañamos con nuestra presencia, con nuestra cercanía y con nuestro silencio. Cuando el dolor y el misterio son grandes, el silencio es la única y la mejor palabra. Las palabras solo resuenan en verdad cuando han sido amasadas en el silencio de la escucha y de la cercanía. Así lo vivieron las mujeres del evangelio que precisamente en estos días de Pasión serán recordadas: desde lejos acompañaban en silencio el dolor de Jesús y de su madre, pero ahí estaban…
El acompañamiento nace de una raíz importante que hoy se visibiliza especialmente: y es la vinculación real y concreta entre todos nosotros. Siempre, pero en momentos como este especialmente, nos sentimos frágiles y percibimos que vivimos a la intemperie. Nos descubrimos pequeños y necesitados. Precisamente en nuestra dependencia natural, que tanto rechazamos, surge una obligación ética: la que supera el individualismo, tan enraizado en nuestra cultura, para ponernos cerca, solidarizarnos, acompañar. Porque hemos sido creados para la comunión, para la solidaridad que es lo que hoy se manifiesta. Así nos lo recuerda san Pablo en una de sus cartas: “¿Quién enferma sin que yo enferme? ¿Quién tropieza sin que yo me encienda?”. Ojalá que esta cercanía, especialmente para con las familias, se mantenga en el tiempo, pues somos demasiado olvidadizos y dados a funcionar a toque de moda o de campana: todos nos necesitamos, pero siempre y especialmente en una situación de duelo y soledad.
Junto a acompañar, los creyentes podemos dar un paso más: no solo acompañamos, también podemos orar, rezar. La oración mantiene y aviva nuestra esperanza. La oración sostiene nuestra fragilidad. La oración nos ayuda a leer el misterio de nuestra vida, de nuestra historia. Cuando surgen los problemas, el creyente y el que no lo es tanto, acude a la oración para ponerse y abrirse a las manos de Dios, en actitud de confianza, de escucha. Para pedir fuerzas de lo alto. Así lo hizo Jesús antes del sufrimiento de su Pasión cuando ora en el Huerto de los Olivos pidiendo la ayuda del Padre. Desde la certeza de que, como hemos rezado en el salmo, el buen Pastor nos va acompañando también en cañadas oscuras.
Durante estos días os puedo decir que hemos orado mucho por Jesús, Uxía, Lara y Sergio y por vosotros familiares y amigos. Toda la diócesis de Mondoñedo-Ferrol ha tenido muy presentes a nuestros hermanos, así como a los supervivientes, especialmente Daniel, en nuestras oraciones. Y así me han llegado otros testimonios de anteriores obispos de esta Iglesia diocesana.
Y ¿qué fuerza o qué palabra encontramos en la oración para que, en estos momentos de desconsuelo, es decir, de desfondamiento, de interrogantes, de duda, pueda hoy consolar, es decir, poner fundamentos, suelo estable sobre el que construir nuestra vida?
En primer lugar, yo diría que la oración nos permite descubrir que la vida es un precioso don, un preciado regalo, una donación que no tiene precio y que no nos pertenece, que nos ha sido dada, que nos viene de otro. Es esta certeza la que nos hace disfrutar de cada día y de cada momento como una oportunidad; la que nos posibilita vivir nuestra vida no como propietarios, sino como administradores que cuidan celosamente de ella; la que nos hace sentir que la vida se nos va, sin saber nunca su duración, pero que ha de ser llenada siempre en referencia a ese otro que nos invita a vivirla como él, entregada y donada. Así nos lo decía el Libro de la Sabiduría que hemos leído: “Vejez venerable no son los muchos días, ni se mide por el número de años; canas del hombre son la prudencia, y edad avanzada, una vida sin tacha” (Sab 4,7).
En segundo lugar, en la oración encontramos, sobre todo, certezas en nuestras dudas, convicciones que nos permitan seguir viviendo, seguridades que nos ayuden a no desplomarnos nunca, y tampoco en estos momentos duros que estamos viviendo. Hace días leía una frase muy hermosa que me parece interesante recordar hoy aquí: “El orante sabe que, por encima de las nubes grises, siempre luce el sol”. Me parece que es una imagen de lo que los creyentes experimentamos y hoy ofrecemos a todos: así como en los días nublados de nuestra Mariña las nubes grises nos impiden ver el sol, pero no le niegan, ni ocultan su luz, sino que la tamizan, la embarran, y la filtran, así también hoy sucede algo semejante. El dolor que llena nuestros corazones, las lágrimas de nuestros ojos y el sufrimiento que albergamos, impide hoy ver el sol, nos hacen preguntarnos sobre tantos porqués, nos cuestionan sobre el sentido de la vida y de la existencia, nos rebelan y nos hacen gritar, pero no pueden impedir que el sol luzca. “Por encima de las nubes, hoy luce el sol”. Porque el mayor enemigo que podemos encontrar hoy no es el sufrimiento, ni siquiera la muerte: el mayor enemigo de la vida es el sinsentido; lo peor que hoy nos puede suceder es que no tengamos esperanza y horizonte para afrontar el dolor y la muerte.
La oración que hoy realizamos comunitariamente nos invita a mirar por encima de las nubes, nos ayuda a acompañar el tiempo que necesitamos para dejar que las nubes se alejen. La oración que hoy hacemos nos permite sobrevolar nuestra miseria, superar, aceptar y afrontar la situación con ojos puestos en lo alto, en la trascendencia que no nos evade sino que nos permite iluminar y dar calor a nuestra miseria y desventura. En lo alto descubrimos la esperanza. Para nosotros, creyentes, ese sol que luce por encima de las nubes es el misterio que precisamente toda la Iglesia se dispone a celebrar durante estos días de la Semana Santa: el misterio de la muerte y de la resurrección de Jesús. Hoy acompañamos esta pasión real que prolonga la pasión de Cristo, pero lo hacemos en la espera de la resurrección. La cruz es hoy el signo silencioso y elocuente de Dios: la cruz es la luz que hoy brilla tenuemente y nos indica que Dios nos ama profundamente. A través de la muerte en cruz de su hijo, Dios ha vencido a la muerte. Esta ya no tiene la última palabra y ha hecho de la muerte la puerta para la vida eterna. Por la cruz de Jesucristo estamos llamados a la resurrección, a la vida.
Por eso, la muerte para el creyente cambia su significado: ya no es una oscura guadaña o un verdugo que cercena los hilos de la vida, sino que se convierte en un suave encuentro: pero un encuentro de amor; en un encuentro con un conocido que nos ha regalado la vida; en un encuentro del hijo con el Padre; en un encuentro con aquel para quien estamos hechos, que nos aguarda y espera en la peregrinación que es nuestra vida.
Que la Virgen del Carmen, tan querida en esta tierra, que acompaña a los hombres de la mar en sus tempestades y tormentas, sea también refugio, estrella y buen puerto de estas familias y de esta comunidad que atraviesa estas horas de oscuridad.
[Foto: M. Labrum]