¿Llegó a tocar Tomás con sus dedos las manos y el costado del Resucitado? ¿A meter su dedo en el agujero de los clavos y su mano en el costado? Como un niño, Tomás tenía que verlo y tocarlo todo. Como un hombre de ciencia -adulto que sigue siendo niño-, se fiaba menos de lo que le habían contado que de su propia experiencia.
Según el relato de Juan, cuando el Resucitado le invitó a meter su dedo en el agujero de los clavos y la mano en su costado, para que no fuera «incrédulo sino creyente«, Tomás exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!».
¿Tocó Juan al Resucitado antes de prorrumpir en tamaña exclamación? No lo sabemos. Podemos, sin embargo, responder a esta pregunta con otra. A veces, la mejor respuesta a una pregunta es otra pregunta: ¿por qué esta exclamación de Tomás? ¿porque vio y tocó, en efecto, el cuerpo del Resucitado o solo porque escuchó su invitación?
Supongo que por las dos cosas. Por lo que vio y tocó, tal vez, y también por lo que escuchó. Pero aquello lo damos por supuesto: que vio y tocó al Resucitado. Esto ya no. La invitación de Jesús a Tomás la escuchamos nosotros con él. La experiencia, en cambio, es propia de cada uno. Cada uno ve con sus propios ojos y toca con sus propias manos. Nadie ve ni oye ni toca nunca exactamente lo mismo que otro. Cada uno ve la feria como le fue en ella.
«Dichosos los que crean sin haber visto».
Nosotros damos más importancia a lo que vemos con nuestros propios ojos o tocamos con nuestras propias manos que a lo que escuchamos. Seguimos siendo niños aunque seamos adultos. Pero escuchar es siempre escuchar a alguien. Y escuchar a alguien es lo que hacemos cuando nos encontramos en la vida con alguien que nos dice algo. Que nos pone en camino. Que nos alienta. El Resucitado es aquel a quien todos, llegado el momento, necesitamos escuchar.
«Escuchar a alguien es lo que hacemos cuando nos encontramos en la vida con alguien que nos dice algo. Que nos pone en camino. Que nos alienta»