Documento sobre la misión evangelizadora de la Iglesia

El Vaticano pide una renovación de las parroquias para que sean el «centro propulsor de la evangelización»

La Congregación para el Clero ha hecho pública la Instrucción “La conversión pastoral de la comunidad parroquial al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia” promulgada el pasado 29 de junio. El documento, según informa la Santa Sede en su boletín, trata el tema de la pastoral de las comunidades parroquiales, de los diferentes ministerios clericales y laicos, con el signo de una mayor corresponsabilidad de todos los bautizados.

 

Introducción

1. La reflexión eclesiológica del Concilio Vaticano II y los notables cambios sociales y culturales de los últimos decenios han inducido, a diversas Iglesias particulares, a reorganizar la forma de encomendar la cura pastoral de las comunidades parroquiales. Esto ha permitido iniciar experiencias nuevas, valorando la dimensión de la comunión y realizando, bajo la guía de los pastores, una síntesis armónica de carismas y vocaciones al servicio del anuncio del Evangelio, que corresponda mejor a las actuales exigencias de la evangelización.

El Papa Francisco, al inicio de su ministerio, recordaba la importancia de la “creatividad”, que significa «buscar caminos nuevos», o sea «buscar el camino para que el Evangelio sea anunciado»; al respecto, concluía el Santo Padre, «la Iglesia, también el Código de Derecho Canónico nos da tantas, tantas posibilidades, tanta libertad para buscar estas cosas»[1].

2. Las situaciones descritas por esta Instrucción representan una preciosa ocasión para la conversión pastoral en sentido misionero. Es, ciertamente, una invitación a las comunidades parroquiales a salir de sí mismas, ofreciendo instrumentos para una reforma, incluso estructural, orientada a un estilo de comunión y de colaboración, de encuentro y de cercanía, de misericordia y de solicitud por el anuncio del Evangelio.
 

I. La conversión pastoral

3. La conversión pastoral es uno de los temas fundamentales en la “nueva etapa evangelizadora”[2] que hoy la Iglesia está llamada a promover, para que las comunidades cristianas sean centros que impulsen cada vez más el encuentro con Cristo.

Por ello, el Santo Padre indica: «Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: “¡Dadles vosotros de comer!” (Mc 6,37)»[3].

4. Impulsada por esta santa inquietud, la Iglesia, «fiel a su propia tradición y consciente a la vez de la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y a las diferentes culturas»[4]. En efecto, el encuentro fecundo y creativo del Evangelio y la cultura conduce a un verdadero progreso: por una parte, la Palabra de Dios se encarna en la historia de la humanidad, renovándola; por otra, «la Iglesia […] puede enriquecerse, y de hecho se enriquece también, con la evolución de la vida social»[5], al punto de profundizar la misión confiada por Cristo, para expresarla mejor en el tiempo en que vive.

5. La Iglesia anuncia que el Verbo «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Esta Palabra de Dios, que ama morar entre los hombres, en su inagotable riqueza[6] ha sido acogida en el mundo entero por diversos pueblos, promoviendo sus más nobles aspiraciones, entre otras el deseo de Dios, la dignidad de la vida de cada persona, la igualdad entre los seres humanos y el respeto por las diferencias dentro de la única familia humana, el diálogo como instrumento de participación, el anhelo de la paz, la acogida como expresión de fraternidad y solidaridad, la tutela responsable de la creación[7].

Es impensable, por tanto, que tal novedad, cuya difusión hasta los confines del mundo aún no ha sido completada, se desvanezca o, peor aún, se disuelva[8]. Para que el camino de la Palabra continúe, se requiere que en las comunidades cristianas se adopte una decidida opción misionera, «capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación»[9].
 

II. La parroquia en el contexto contemporáneo

6. Esta conversión misionera, que conduce naturalmente también a una reforma de las estructuras, implica en modo particular a la parroquia, comunidad convocada en torno a la Mesa de la Palabra y de la Eucaristía.

La parroquia posee una larga historia y ha tenido desde los inicios un rol fundamental en la vida de los cristianos y en el desarrollo y en la acción pastoral de la Iglesia; ya en los escritos de San Pablo se puede entrever la primera intuición de ella. Algunos textos paulinos, en efecto, muestran la constitución de pequeñas comunidades como Iglesias domésticas, identificadas por el Apóstol simplemente con el término “casa” (cfr., por ejemplo, Rm 16, 3-5; 1 Cor 16, 19-20; Fil 4, 22). En estas “casas” se puede reconocer el nacimiento de las primeras “parroquias”.

7. Desde su surgimiento, por tanto, la parroquia se plantea como respuesta a una precisa exigencia pastoral: acercar el Evangelio al pueblo a través del anuncio de la fe y de la celebración de los sacramentos. La misma etimología del término hace comprensible el sentido de la institución: la parroquia es una casa en medio de las casas[10] y responde a la lógica de la Encarnación de Jesucristo, vivo y activo en la comunidad humana. Así pues, visiblemente representada por el edificio de culto, es signo de la presencia permanente del Señor Resucitado en medio de su Pueblo.

8. La configuración territorial de la parroquia, sin embargo, hoy está llamada a confrontarse con una característica peculiar del mundo contemporáneo, en el cual la creciente movilidad y la cultura digital han dilatado los confines de la existencia. Por una parte, la vida de las personas se identifica cada vez menos con un contexto definido e inmutable, desenvolviéndose más bien en “una aldea global y plural”; por otra, la cultura digital ha modificado de manera irreversible la comprensión tanto del espacio como del lenguaje y los comportamientos de las personas, especialmente de las generaciones jóvenes.

Además, es fácil hipotetizar que el constante desarrollo de la tecnología modificará ulteriormente el modo de pensar y la comprensión que el ser humano tendrá de sí mismo y de la vida social. La rapidez de los cambios, el sucederse de los modelos culturales, la facilidad de los traslados y la velocidad de la comunicación están transformando la percepción del espacio y del tiempo.

9. La parroquia, como comunidad viva de creyentes, está inserta en este contexto, en el cual el vínculo con el territorio tiende a ser siempre menos perceptible, los lugares de pertenencia se multiplican y las relaciones interpersonales corren el riesgo de disolverse en el mundo virtual, sin compromiso ni responsabilidad hacia el propio contexto relacional.

10. Hoy se advierte que tales variaciones culturales y la cambiante relación con el territorio están promoviendo en la Iglesia, gracias a la presencia del Espíritu Santo, un nuevo discernimiento comunitario, «que consiste en el ver la realidad con los ojos de Dios, en la óptica de la unidad y de la comunión»[11]. Es, por ello, urgente involucrar a todo el Pueblo de Dios en el esfuerzo de acoger la invitación del Espíritu, para llevar a cabo procesos de “rejuvenecimiento” del rostro de la Iglesia.
 

III. El valor de la parroquia hoy

11. En virtud de dicho discernimiento, la parroquia está llamada a acoger los desafíos del tiempo presente, para adecuar su propio servicio a las exigencias de los fieles y de los cambios históricos. Es preciso un renovado dinamismo, que permita redescubrir la vocación de cada bautizado a ser discípulo de Jesús y misionero del Evangelio, a la luz de los documentos del Concilio Vaticano II y del Magisterio posterior.

12. Los Padres conciliares, en efecto, escribían con amplitud de miras: «El cuidado de las almas ha de estar animado por el espíritu misionero»[12]. En continuidad con esta enseñanza, San Juan Pablo II precisaba: «La parroquia ha de ser perfeccionada e integrada en muchas otras formas, pero ella sigue siendo todavía un organismo indispensable de primaria importancia en las estructuras visibles de la Iglesia», para «hacer de la evangelización el pivote de toda la acción pastoral, cual exigencia prioritaria, preminente y privilegiada»[13]. Luego, Benedicto XVI enseñaba que «la parroquia es un faro que irradia la luz de la fe y así responde a los deseos más profundos y verdaderos del corazón del hombre, dando significado y esperanza a la vida de las personas y de las familias»[14]. Finalmente, el Papa Francisco recuerda que «a través de todas sus actividades, la parroquia alienta y forma a sus miembros para que sean agentes de evangelización»[15].

13. Para promover la centralidad de la presencia misionera de la comunidad cristiana en el mundo[16], es importante replantear no solo una nueva experiencia de parroquia, sino también, en ella, el ministerio y la misión de los sacerdotes, que, junto con los fieles laicos, tienen la tarea de ser “sal y luz del mundo” (cfr. Mt 5, 13-14), “lámpara sobre el candelero” (cfr. Mc 4, 21), mostrando el rostro de una comunidad evangelizadora, capaz de una adecuada lectura de los signos de los tiempos, que genera un testimonio coherente de vida evangélica.

14. A partir precisamente de la consideración de los signos de los tiempos, a la escucha del Espíritu es necesario también generar nuevos signos: habiendo dejado de ser, como en el pasado, el lugar primario de reunión y de sociabilidad, la parroquia está llamada a encontrar otras modalidades de cercanía y de proximidad respecto a las formas habituales de vida. Esta tarea no constituye una carga a soportar, sino un desafío para ser acogido con entusiasmo.

15. Los discípulos del Señor, siguiendo a su Maestro, en la escuela de los Santos y de los Pastores, han aprendido, a veces a través de duras experiencias, a saber esperar los tiempos y los modos de Dios, a alimentar la certeza que Él está siempre presente hasta el final de la historia, y que el Espíritu Santo – corazón que hace latir la vida de la Iglesia – reúne los hijos de Dios dispersos por el mundo. Por eso, la comunidad cristiana no debe tener temor a iniciar y acompañar procesos dentro de un territorio en el que habitan culturas diversas, con la confiada certeza que para los discípulos de Cristo «nada hay genuinamente humano que no encuentre eco en su corazón»[17].

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