Artículo publicada en la edición digital de la revista «Ecclesia»
Vivimos uno de los momentos más dramáticos de nuestra historia reciente, una pandemia global que tiene paralizado a todo el planeta. Dramático porque interpela de manera integral a la libertad personal y social. La crisis del coronavirus que sufre toda la humanidad no es solo una crisis sanitaria y económica, es también una crisis política y de sentido; pone sobre la mesa la necesidad de discernir juntos qué estilo de vida queremos realmente para nosotros en el futuro inmediato. Las civilizaciones van surgiendo en la manera más humana de entretejer la acogida y atención a los niños, el cuidado de los ancianos y enfermos y la despedida a los difuntos. La nuestra necesita ahora repensar los valores centrales sobre los que reconstruir la ya llamada «nueva normalidad». Es un momento que pone a prueba la genuina acción política; a toda la sociedad, y singularmente a la clase política, se nos exige un paso adelante, con sacrificio y humildad, para construir una verdadera «civilización del amor».
Los ciudadanos están demostrando su gran capacidad de resistencia, de soportar días y días de confinamiento, desatando una ola de solidaridad que mantiene en pie a quienes más sufren los efectos de esta crisis: los familiares de los fallecidos. Y ante los ciudadanos, se encuentra una clase política que debe dar un paso al frente, con valentía, comprometiéndose por el bien común, demostrando realmente que como servidores del pueblo son capaces de llegar a acuerdos con quienes tienen ideologías diferentes. La gravedad y novedad de la situación urge a los políticos españoles a ponerse de acuerdo. Los ingredientes que necesitan a día de hoy son el sacrificio y la humildad para «recrear» juntos ese espíritu que recientemente recordaba el cardenal Ricardo Blázquez, el espíritu de la Transición. No se trata de volver atrás sino de abordar con el estilo de la «cultura del encuentro» esta nueva Transición en la que cada uno debe renunciar y aportar para acoger un nuevo tiempo. Y para eso, cada uno tendrá que sacrificar de lo suyo para encontrarse en un lugar común.
La Iglesia conoce internamente el dolor de las personas que no han podido despedirse de sus seres queridos, la inseguridad y el esfuerzo sobrehumano del personal sanitario, la realidad de hombres y mujeres en paro, el futuro incierto de los jóvenes… Por eso, pide urgentemente a los partidos, al Congreso, a las comunidades autónomas, que hagan un esfuerzo de diálogo, que sacrifiquen con humildad el interés particular de su propia parte para construir juntos un proyecto enraizado en el bien común.
Los ciudadanos viven tras sus ventanas verdaderos dramas personales, y los sufren en silencio y con abnegación. Esto exige que los políticos sean los primeros sacrificando su amor propio y sus intereses ideológicos y de poder; es necesario que lleguen a un acuerdo para afrontar esta crisis y sus consecuencias. Pero no olvidemos que, en democracia, tras los políticos estamos los ciudadanos también llamados al sacrificio y a la acción.
Para los cristianos la política es una manera genuina de vivir la virtud fundamental de la caridad. Así lo expresa el papa Francisco que «proclama la necesidad de la buena política para la vida de la comunidad, y propone la caridad política como forma eminente del amor cristiano».
«No olvidemos que, en democracia, tras los políticos estamos los ciudadanos también llamados al sacrificio y a la acción»