Los pobres… ¿los primeros?

La Jornada Mundial de los Pobres, a la que el Papa nos convoca cada año por estas fechas, es una ocasión propicia para reflexionar sobre el puesto que estos ocupan en la vida personal, eclesial y social. Normalmente, reconozcámoslo, los pobres nos estorban, están en los extrarradios y en nuestras periferias personales y existenciales. No queremos ser pobres sino ricos. Y los pobres se convierten más en un problema que en una ocasión de encuentro y de renovación.

Sin embargo, en el Evangelio de Jesús los pobres tienen un protagonismo especial. Pobres que van más allá de su sentido económico, ampliando al aspecto de la enfermedad, los afectos, la exclusión, la falta de sentido, el rechazo social… María era un sencilla doncella de Nazaret; los pastores fueron los primeros en acoger al Mesías; la vida de Jesús se desarrolla entre los pobres y excluidos; los signos del Reino se expresan especialmente cuando a “los pobres se les anuncia la Buena Noticia”.

Porque los pobres tienen un lugar privilegiado en el corazón de Dios y ellos siempre son escuchados en su oración. Como dice la Escritura, “la oración del pobre sube hasta Dios” (Ecclo 21, 59). Quizás por eso, los salmos, el libro más antiguo de oración, establece esa relación estrecha entre pobreza, humildad y confianza. La propia experiencia me confirma esa sensibilidad espiritual que los pobres tienen. Sin duda este recorrido (pobreza, humildad y confianza) se convierte en un proceso evidente para la experiencia de fe.

Pero incluso los pobres son maestros que Jesús destaca y a los que entroniza en sus cátedras para que sean acogidos por la nueva comunidad que nace con la Pascua. Podemos pensar en aquella viuda que se acercó al Templo de Jerusalén y allí entregó como donativo “todo lo que tenía para comer”: de esta manera nos enseñó que el amor cuesta, que no puede haber auténtica solidaridad indolora. ¡Qué hermosa lección! O podemos pensar en el samaritano, rechazado por la sociedad, que nos enseña quién es realmente el prójimo y qué supone auténticamente la fraternidad. ¡Todo un maestro! Y así tantas páginas del Evangelio que tienen a los pobres, a los últimos, a los que no cuentan, a los rechazados socialmente… como modelos: la mujer pecadora, el leproso agradecido, el buen ladrón…

Nuestra Iglesia, a lo largo de los tiempos, ha estado siempre cerca de los pobres. De esta manera ha sido signo elocuente y visible de que Dios escucha siempre el clamor del pobre. “Porque el silencio se rompe cuando un hermano es acogido y abrazado”. Desde luego que un signo de la autenticidad de la Iglesia es que siempre los pobres estén a su puerta, encuentren cobijo en ella, la sientan como su hogar y su familia. Por eso no extraña que haya promovido, y lo siga haciendo (a través de la vida consagrada, sacerdotes y laicos en forma de diferentes voluntariados), innumerables iniciativas para la acogida, promoción, desarrollo integral de todas las personas. Propuestas que también incluyen el cuidado de la vida espiritual. Sin duda, la historia de amor de la Iglesia es una historia hermosa que refleja el rostro más genuino del Evangelio.

También en estos tiempos se nos invita a renovar esta cercanía con los pobres, y a hacerlo desde una clave revolucionaria que descubre su valor. Es un tipo de relación que crea fraternidad porque no se hace desde arriba hacia abajo, como muchas veces nos relacionamos con los que nos necesitan, que esos son los pobres, sino a hacerlo en una relación horizontal. Esa relación es la que nos permite tratarlos como iguales, como hermanos, como amigos. Es la que da y concede dignidad a cada persona. Es una sabiduría diferente que parte de la certeza de que no es cierto que unos dan y otros solo reciben: “Todos somos dadores y receptores, todos nos necesitamos y estamos llamados a enriquecernos mutuamente” (Papa Francisco).

Nuestro mundo necesita una nueva esperanza que se despierta cuando se valora a cada persona en su fragilidad. Con el papa Francisco exhorto a cada uno a hacerse peregrino de la esperanza, ofreciendo signos concretos para un futuro mejor. Son «los pequeños detalles del amor»: saber detenerse, acercarse, preguntar, dar un poco de atención, una sonrisa, una caricia, una palabra de consuelo, una propuesta de crecimiento y maduración en la fe, una bendición… Sigamos haciendo una Iglesia pobre y para los pobres. Pero atención: “Estos gestos no se improvisan; requieren, más bien, una fidelidad cotidiana, casi siempre escondida y silenciosa, pero fortalecida por la oración”.

Vuestro hermano y amigo,

+ Fernando, obispo de Mondoñedo-Ferrol

Fotografía de portada: Zac Duran

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