"Detrás de mí viene el que puede más que yo" (Mc 1, 1-8)
Me parece que hay dos maneras de ser humilde. Una consiste en quitarse importancia a sí mismo. La otra, en dársela a quien necesita que se la demos. La ascética tradicional ha recomendado vivamente la primera pero descuidado, ignorado incluso, la segunda. Por eso, en el trigal de los hombres con fama de virtud, ha crecido la cizaña de los recelosos ante otra especie de virtud que no sea la ya reconocida.
De Juan, el precursor del Mesías, sabemos, sin embargo, que fue trigo limpio. Él no era "el que había de venir" pero supo prepararle el camino. Pudo pasar por Mesías y ser aclamado entre la gente pero escogió ser la voz del que grita en el desierto. Fue la voz, no la Palabra. La Palabra, observa San Agustín, ha creado la voz de los profetas de ayer y de hoy, cuya figura y cumbre es Juan el Bautista.
"El mayor de los nacidos de mujer, si bien el más pequeño es mayor que él", en palabras de Jesús. Y es que si "humildad es andar en verdad", como proclama nuestra santa más humana y universal, no hay humildad tan verdadera como hacer mayor al más pequeño, esto es, darle a cada uno la importancia que necesita.
Ser la voz de la Palabra, abrir camino a quien necesita andar el suyo, poner la luz en el candelero para que ilumine toda la casa. Sin recelos propios de hombres, tal vez, faltos de miras: con fama de virtud pero con miedo.
«No hay humildad tan verdadera como hacer mayor al más pequeño, esto es, darle a cada uno la importancia que necesita»