“El que pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 10, 37-42)
Se acerca el día. El día para uno, el verano para todos. Las mañanas desembarcan cada vez más cargadas de luz y de promesas. Traen, sí, la luz con el calor, no como en invierno, que llegan sin él y alumbran enfriando lo que aclaran a su paso: así cierta verdad sin caridad alguna. Suele pasar que nuestro día no acaba de encajar en su semana, que la vida sigue su curso como el sol por el verano, hacia la plenitud, y nuestro día se aovilla y ensimisma hasta quedarse quieto. La vida sigue. Y nosotros la vemos correr mientras salpica nuestros ojos de oportunidades que no están ya al alcance de la mano.
Al alcance de la mano está, por cierto, el día señalado. Todos los demás van después o antes. En el día previsto los demás encuentran su centro necesario. Nos pasamos la vida buscando nuestro centro, nuestro sitio en el mundo, y es en vano. Nos empeñamos en buscar al que nos busca y nos encuentra mucho antes que nosotros a él. “El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí”. Seríamos eternos si estuviera en nuestras manos cumplir una promesa de amor así de eterno. Amando a nuestros seres más queridos descubrimos justo lo contrario: que no somos eternos, que hasta la paciencia tiene un límite en el tiempo. Amar es querer amar: nada más y nada menos. Es descubrirse amado antes que pronto a cumplir cualquier promesa.
Por eso querer lo que no podemos o prometer lo que no seremos capaces de cumplir nos aleja de Dios tanto como de los demás ¿Hay algo en este mundo que nos aleje de los demás y no de Dios al mismo tiempo? “El que a vosotros os recibe a mí me recibe”, declara el Salvador. En el centro de nuestra vida Dios y los otros son absolutamente inseparables. Desde allí nos busca Dios en la fragilidad de un amor humano y éste, a su vez, con la fuerza y dignidad de otro amor más alto. Desde allí somos buscados. Cada uno de nosotros a su hora. El día se acerca para cada uno mientras se acerca el verano para todos. La vida sigue mientras nosotros la vemos seguir muy lejos del alcance de la mano.
Y, al pasar, nos descentra y descoloca. Llega el día. Una enfermera se acerca y me acomoda. Me da lo que tiene: como un vaso de agua fresca, una palabra de confianza. Y yo me quedo entonces aliviado. Todo lo que ha estado en el centro de mi vida me encuentra ahora, pequeño y puesto en las manos de otro ser humano como yo. Nada más lejos de mí en esta hora que todo a lo que he dado siempre la máxima importancia. Y, a la vez, nada más cerca: ya no lo busca mi cabeza, incapaz de concebir un solo pensamiento. Ahora soy yo el buscado y encontrado, colocado no como una cosa sino como el que soy, sin aderezos. Nunca he sido perdidamente tan yo mismo como ahora que estoy en otras manos. “El que pierda su vida por mí la encontrará”, dice Jesús, y bien sé yo que es la verdad. Porque es verano y con su luz llega el calor, con la verdad la caridad.
No me siento aliviado por estar en buenas manos. No es por eso. Doy por supuesto que lo son y no pienso en ello mientras me veo en las manos de otro ser humano como yo. La bondad que me alivia es la que ha venido a descargarme de mí mismo. Estando en otras manos ya no estoy en las mías, cargadas como han ido por la vida de aquello a lo que he dado la máxima importancia. Estando en otras manos estoy en el centro de mi vida. No tener que preocuparme ya de nada. Entregarme a la esperanza de que todo irá adelante sin mi empeño en buscar el centro de la vida. Estoy ya en él. Solo tengo que estar donde estoy. Solo tengo que dejarme encontrar y colocar, permanecer como estoy y esperar. Nada más.
Este día, este instante, es como un puente que nos lleva y nos devuelve. Nos lleva a donde queremos. A la salud, al porvenir, a la vida cotidiana. A las promesas de amor eterno que nunca podremos cumplir. Pero, al llevarnos a todo eso, nos devuelve a lo que verdaderamente somos: seres que están siempre en otras manos. Porque, para estar en las manos de Dios, no es preciso estar angustiados. Basta con estar vivos. Las manos de Dios son como las orillas que comunican entre sí las palmas tendidas de otras manos. En la vida pasamos de unas manos a otras: de las de nuestra madre a las de nuestro padre, de las de nuestros padres a las de nuestros abuelos, de las de nuestros abuelos a las que nos encontramos cuando entramos en la escuela o en los primeros misterios de la infancia de la mano de nuestra madre.
Con el tiempo nos iremos viendo en otras manos. En las del que educa o imparte su docencia. En las del funcionario o empresario que pasa sus dedos por las páginas de nuestro curriculum como quien se desliza por una vida no vivida, no gastada en tardes anodinas, en noches infinitas. En las que nos despertaron al amor y en las que encontramos un poco de sosiego para las horas más turbias de la vida. Siempre las manos de Dios como un puente entre unas y otras manos, entre unas y otras vidas. Y uno, mientras tanto, sin saber cuál es la suya, perdida entre tantas otras vidas ya vividas. Hasta que llega el día, el centro, el momento de la máxima importancia. Allí estoy yo, allí soy yo mismo y nadie más el que, al fin, se descarga de sí mismo para estar donde está y esperar.
Es toda una paradoja. Que yo sea yo mismo cuando me descargo, al fin, de mí mismo. Cuando dejo de pensar en lo que soy o en lo que quiero ser. En lo que busco y prometo. En lo que creo y amo eternamente. En todo aquello a lo que doy la máxima importancia. Cuando dejo de pensar en todo eso porque no puedo pensar en casi nada, cuando no tengo ni en mis manos la vida ni en mi cabeza pensamientos elevados, entonces es cuando soy yo. Yo para Dios. Dios para mí. Nada más. “Como un niño en brazos de su madre”, dice el salmo. En las manos de Dios estoy siempre que me encuentro en las manos de otros seres humanos como yo.
«Todo lo que ha estado en el centro de mi vida me encuentra ahora, pequeño y puesto en las manos de otro ser humano como yo»